Escribe Oscar González | Frente de Todos
Cuando un grupo de policías sin uniforme ni identificación visible alguna procedieron a ejecutar a quemarropa a un joven deportista que viajaba en un automóvil con sus compañeros de entrenamiento, vino a materializarse ante los ojos desconcertados de la opinión pública argentina, lo que no es sino algo muy evidente: el verdadero efecto que producen en el relacionamiento social, las constantes prédicas de odio, racismo y clasismo que, alentados de la dirigencia política de derecha y sus voceros mediáticos, intoxican las mentes con su prédica punitivista y paranoica.
La muerte del joven Lucas González, de apenas 17 años, fue un asesinato tan brutal y evidente que hasta las expresiones periodística más retrógradas, las que suelen reivindicar sin pausa la necesidad de la “mano dura”, debieron forzar muecas de consternación y recitar frases de falso duelo frente a un homicidio tan impactante en condiciones indisimulables.
Lo que no se dice es que episodios como éste, eufemísticamente denominados por el progresismo como “violencia institucional”, no son sino la deriva autoritaria de un atraso civilizatorio donde se llama así a la secuencia de vulgares delitos agravados por la circunstancia de ser protagonizados por funcionarios del Estado.
En su origen ésta circunstancia nace de la permanente retórica de la dirigencia política de derecha, que en Argentina encabeza el partido de Macri y sus aliados, sean radicales, de la agrupación de Elisa Carrió o esas nuevas emanaciones de la pestilencia mediática como los son esos pretendidos “libertarios” tipo Milei y Espert. Esos heraldos de la “mano dura” y no los tres lúmpenes contratados por Horacio Larreta como “policías” son los verdaderos autores intelectuales del homicidio del joven que vio frustrada su carrera futbolística por los arteros disparos de un policía disfrazado de civil.
Este asesinato viene a coagular y resumir años de persistentes discursos de la derecha vernácula acerca de la necesidad de “endurecer las penas”, de ríos de tinta y horas de editoriales radiales y televisivos propiciando la “disminución de la edad de imputabilidad”, de miles de lugares comunes argumentales del estilo “la puerta giratoria de la Justicia”.
La muerte de Lucas no es un suceso inédito ni una novedad, sino una dolorosa reiteración de casos que se repiten desde tiempos inmemoriales, pero que se aceleran notoriamente desde que las política neoliberales aplicadas en Argentina a partir de la dictadura cívico-militar (1976-1983), logró imponer el terror represivo y aumentar la brecha de la desigualdad, promover la disolución de todo lo público (en primer lugar privatizando las propias empresas del Estado), dispersar la energía colectiva aplicando despidos masivos y planes de “retiro voluntario”, exaltar a través de los medios la cultura del individualismo y el “sálvese quien pueda”, retrayendo al mínimo el rol estatal santificando a “la mano del mercado” como regulador de la economía y del reparto de la renta nacional.
Esas políticas, continuadas y perfeccionadas por los regímenes de Carlos Menem (1989-1999), Antonio De la Rúa (1999-2001) y más recientemente por Mauricio Macri (2015-2019) son la matriz sobre la que se asienta ésa política represiva, basada en el odio de clase, la discriminación social y racial, el desprecio por los valores y sentimientos de los sectores subordinados de la sociedad, en particular de las y los habitantes de las villas y barrios populares, en cada uno de los cuales vislumbran un delincuente potencial.
Cierto que algunos podrán decir que el fenómeno de crecimiento de las derechas extremas (el caso de esos autodenominados “libertarios” argentinos), no es sino parte de un proceso mundial, que se expresa en el gobierno de Viktor Orban en Hungría, en el crecimiento de Marine Le Pen en Francia, de Vox en España, en la aparición de grupos xenófobos en Austria, Dinamarca, Holanda, Polonia, Grecia y hasta en los antaño socialdemócratas países escandinavos.
Pero en nuestra región la ofensiva acompaña el avance de la derecha golpista en América Latina, alentada por al gran capital y su centro estratégico mundial, que requiere readaptar permanentemente el sistema de explotación capitalista a los nuevos desarrollos tecnológicos reteniendo y ampliando el usufructo de la plusvalía trabajadora. Ese devenir represivo circula por el carril que impulsa el desmantelamiento de toda acción política autónoma, de toda organización colectiva y de toda iniciativa solidaria: el mundo basado en la “libre iniciativa”, el “libre mercado” y la “libre empresa”: es decir el universo de la extrema polarización de la sociedad, que hoy conocemos como la del 1%-99%.
Ningún otro marco, ningún otro contexto que ese, el de la implacable determinación del poder económico y mediático por preservar su poder y predominio, es el que permite y avala la exacerbada represión en todas sus implicaciones pero sobre todo en los barrios populares, estigmatizando la imagen, la idiosincrasia, la vestimenta, el habla, en definitiva, la cultura de las mayorías.
De ahí surge la necesidad de recuperar los gobiernos de la región para las fuerzas progresistas y consolidar aquellos ya obtenidos por la lucha popular, para recomponer el rol del Estado, teórico árbitro de la conflictividad social, convirtiéndolo en protagónico para desplegar las políticas públicas sociales y de seguridad que impidan la arbitrariedad patronal y policial, corrijan el desequilibrio económico y tributario, distribuyan equitativamente la renta nacional, promuevan la actividad cooperativa, respeten la propiedad comunitaria, garanticen la igualdad de género, controlen la distribución alimentaria, verifiquen las cadenas productivas y los canales de exportación, financien las grandes obras de infraestructura imprescindibles, reglamenten las normas de explotación minera y protejan el patrimonio natural, marítimo y pesquero.
Aunque parezca mentira, o al menos extraño, son esas políticas públicas y esas medidas de gobierno, y un cambio cultural fomentado desde el Estado con la participación de las fuerzas progresistas y los movimientos sociales y (desatendiendo el falaz preconcepto de que a la izquierda y el progresismo “no les interesa la seguridad”), lo que puede garantizar una política de seguridad ciudadana que haga disminuir toda forma de violencia, la de quienes violan la ley penal y la de esos perversos funcionarios que se sienten empoderados por el discurso derechista para cometer episodios de salvajismo como los que segaron la vida de Lucas González.