El paso de los días parece haber estrechado los pasillos y el escenario más cotidiano del mundo comenzó a asfixiarle. En una suerte de escape, revuelve su taza de te y mira por la ventana. Al frente, la inmensidad del mar le tranquiliza, su enormidad le arrebata las interrogantes sobre los límites de la vida con los que se fue a dormir la noche anterior. Al cabo de unos minutos, la monotonía de un paisaje sin personas lleva sus ojos hacia el horizonte. La idea de finitud regresa. Toma con intensidad su taza procurando templar la frialdad de la idea que lo acecha.
Varios barrios más al norte, mientras espera el ómnibus administra la tensión entre refugiarse del sol cuando falta poco para el mediodía y mantener el metro de distancia con los demás en una parada abarrotada. Sube, mira por la ventana y contempla como el 330 va despoblando las veredas a su paso. La imagen desértica de una ciudad fantasma empieza a disiparse cuando un montón de túnicas blancas y suecos se apoderan de la acera. Está llegando, sabe lo expuesta que está pero no tarda en tomar su paño y su balde. En su trabajo la vida y la muerte son parte del paisaje, en su barrio también.
Es temprano, los primeros colores van tiñendo el cielo olimareño y la oscuridad comienza a perder terreno. En su habitación un sonido irrumpe en el silencio. Con las clases suspendidas ella puede quedarse un rato más, él se despide y en la cocina se reencuentra con su compañero de mañanas y tardes. Lo ensilla, carga el termo, cierra la portera y comienza una jornada sin espacio para el repliegue en el hogar. Por la tarde ella se las ingenia para improvisar nuevos juegos en una habitación con más demandas que niños. Prende la tele, no entiende de qué aburrimiento hablan los demás.
Cierra los postigones, ya no hay luz solar por entrar a esta altura del día. Pone el informativo y reclama silencio. En estos días desarrolló un gusto por los números sin precedentes; conoce cuantos infectados hay en Uruguay, cuántos fallecidos en España y China, sabe lo que piensa el Sindicato Médico del Uruguay y los panelistas del programa de la tarde. ¡Silencio!, comienza el ritual. Un puñado de varones de traje y corbata se dispone a lo largo de una mesa. Lo exhortan a evitar el contacto con otros y a mantener distancias preventivas que no son respetadas por ellos en ese set. Tras 24 horas de espera finalmente apareció el dato. Lo anota en su libreta y lo comenta con su esposa. Algo cae y una niña llora. Impávido, cambia de canal.
Escenas cotidianas de una cuarentena, tinglados con escenografías hogareñas en los que la humanidad habla a través de actores que sin haber leído el guión interpretan al pie de la letra sus papeles.
Esta pausa aparente, este entreacto, es una pieza más de ese funcionamiento maquínico. El virus, ese asistente sin invitación, viene a cristalizar un conjunto de estructuras, formas y modos de relacionarnos entre los seres humanos. Malas noticias para quienes anhelan “volver a la normalidad”, la historia se mueve hacia delante y de forma más o menos visible los cambios acontecen. Significar este hecho tan gravitante como un paréntesis es restarle entidad, minimizar su potencia, desentramarlo, no reconocerse en la dimensión sufriente de este estado de excepción.
Levantamos murallas de hipoclorito, escudos de alcohol en gel y el virus se cuela en una caricia. El virus no discrimina, tanto habita el cuerpo del pobre como el del rico. Sin embargo, las circunstancias del cuerpo para desprenderse del parásito condicionan los desenlaces.
Volvemos al cuerpo, abandonamos las maravillas de la piel para bucear en sus profundidades. Territorio sinuoso, bien abastecido de recodos que esconden más de lo que muestran. Nos descubrimos frágiles. Fragilidad que es colapso del yo en tiempos de autosuficiencia e hiperrendimiento. Las redes sociales amplifican gritos de soledad, sed de ligazones. “¿Por qué nadie me habla? Juro que soy interesante” se puede leer por allí.
Paradojalmente el discurso bélico gana terreno, el otro es una amenaza, portador del mal, alguien del que defenderse y prevenirse. ¿Dónde está el paréntesis? Otra vez el “sálvese quien pueda” y la xenofobia exaltada ¿Qué tipo de vida estamos defendiendo? El virus no posee al cuerpo, lo habita. Es huésped en un cuerpo ya poseído por una estructura de prácticas pero que se valora libre.
¿Y la política? ¿No hay política en estas formas de relacionarse? La muerte merodea en cada remarque de precios de un proceso de acumulación tanático. Nadie saca su tajada sin dejar un tajo. Heridas que sangran injusticias en las vidas de los más.
En la ciudad el humo ya no visita esas chimeneas, el tránsito no enloquece, las bocinas no ensordecen y comienza a escucharse el grito desgarrador del hambre que siempre estuvo ahí. Intemperies existenciales que quedan al descubierto. Llagas sociales. Respuestas estatales que no alcanzan. Fragilidades que se encuentran para componerse. Ollas que aglomeran solidaridades. Distancias que se convierten en cercanías amorosas.
Vidas en riesgo, modos insustentables de producir y de ser. Cuidar la vida es sobre todo transformar aquello que la amenaza. Poner el cuerpo, exponerse, jugarse la piel, donarse al proyecto de construir la posibilidad de lo nuevo que no brotará de la nada sino que está gestándose en experiencias concretas, que están sucediendo aquí y ahora.
Vivimos vidas automatizadas y consumimos muerte en estadísticas. Somos ciegos al sufrimiento que engendran los números del informativo, sordos al llanto de la niña que cae, ajenos a la peripecia vital de quien vive para cuidar, y cómplices de las cárceles de la soledad.
Salir del encierro del ensimismamiento, abandonar la dictadura del yo, levantar el confinamiento de la sensibilidad, estar disponibles, ser hospitalarios con los demás, reconocerles su dignidad en la radicalidad de su alteridad. Construir lo común desde lo que nos diferencia, fabricar comunidad que no es a priori sino proyecto, debe ser nuestra orientación. Echar raíces en la tierra compartida, perseverar en regarla de justicia sin importar si llegamos a ver el brote.
Sin romantizar la pandemia producir el desvío, salir a buscarlo aún desde nuestras casas. Detenerse en lo putrefacto del mundo, reconocer el daño que perpetra, acariciar las heridas. Transitar de cuidarse a cuidar la vida. Dejarse caer en la red del nosotros que no ata sino libera.
Hacerse cargo ética y políticamente de la fragilidad de la vida es un imperativo para quienes militamos otro mundo, durante la cuarentena, y sobre todo después.
Nicolás Lasa