El liderazgo cercano que renovó la política argentina
Escribe: Oscar R. González – Integra el Socialismo para la Victoria en el Frente de Todos. Fue Diputado Nacional y Secretario de Relaciones Parlamentarias.
Diez años es un período de tiempo relativamente importante en la vida de una persona pero es apenas un pestañeo en términos históricos. Eso dificulta cualquier intento de realizar un balance definitivo de lo que fue el breve periodo de cuatro años en que tuvimos a Néstor Kirchner como presidente de la Argentina.
Incluso considerado desde el inicio de su actividad pública, como intendente de Rio Gallegos (1987-1991) y gobernador de Santa Cruz (1991-1999) su protagonismo en la vida política nacional fue relativamente breve. Lo suficiente, sin embargo, para que nos motive a reflexionar sobre el discutido “papel del individuo en la historia”.
Afectos como somos a interpretar los hechos de la sociedad y sus cambios como eminentemente colectivos, resultado de contradicciones de intereses y pugnas de clase, evaluar el impacto de la acción de Kirchner en el agitado curso político argentino, lleva a repensar aquella definición. Tal es la mirada que uno tiene, apenas una década después de su repentina desaparición, casi tan imprevista como su llegada a la Casa Rosada en 2003.
Los socialistas argentinos veníamos entonces siendo parte de los diversos intentos de agrupar al progresismo nacional, por lo menos en términos electorales -Frepaso, Alianza, ARI-, articulaciones todas en cuyo seno no aparecía el peronismo tradicional, sus banderas y sus rituales. Sí participaban expresiones provenientes de aquél cauce, pero sectores aclimatados a cierta perspectiva más bien socialdemócrata, el caso del Frente Grande de Chacho Álvarez.
Después de las frustrantes experiencias de los primeros años tras la recuperación democrática: un alfonsinismo bienintencionado pero frágil frente a los estamentos del privilegio y un poder militar residual; un menemismo que desfachatadamente asume la praxis privatista neoliberal fundamentándola desde el peronismo y , por fin, la impotencia del gobierno de de la Alianza para asumir el desafío de reconducir el proceso político argentino con relativa autonomía, el horizonte de las elecciones del 2003 nos condujeron casi naturalmente a presentar una opción socialista monocolor. Nos acompañó el 1,2 por ciento del electorado.
Es en ese marco que aparece en el horizonte la figura de un desconocido político proveniente de la remota Patagonia austral, cuyo itinerario como dirigente apenas había trascendido, y que casi por azar logra arañar un módico 22 por ciento de los votos que le permite acceder a la presidencia, tras declinar Menem competir con él en una segunda vuelta.
Así, lejos de toda épica, en un contexto en que la Argentina vivía aún inmersa en los efectos de la tremenda crisis económica, social y de representación que emergió en diciembre del 2001 arrasando con la credibilidad de toda la clase política argentina, en ese peligroso marco es que llega Néstor Kirchner para iniciar una aventura política cuya deriva que nadie podía presagiar.
Tan inesperado como su arribo, Kirchner se nos apareció como una variante más de ese justicialismo que acababa de protagonizar una década (1989-1999) de privatizaciones salvajes, demolición del Estado, exaltación del individualismo y “relaciones carnales” con Washington. Su emergencia en el firmamento institucional argentino no nos provocó entusiasmo alguno y no depositamos expectativa alguna en su naciente gestión.
Es cierto que su mensaje inaugural ante el Congreso, el 25 de mayo de 2003 –el del famoso “Vengo a proponerles un sueño”-, traía un léxico distinto y expresaba conceptos y propuestas que conciliaban con nuestra propia identidad y los sucesivos programas que veníamos levantando por años. Pero pese a sus novedosas afirmaciones sobre la necesidad de “cambiar los paradigmas”, su crítica a la “cirugía sin anestesia” del modelo neoliberal, nos mantuvimos en el terreno completamente opositor. Nuestra posición iba a ir modificándose al correr de las iniciativas y políticas públicas que iban a desplegarse de ahí en más.
Así, asumiendo parcialmente el apotegma gramsciano, con “el pesimismo de la razón”, pero lejos de todo “optimismo de la voluntad”, aferrados a nuestra proverbial antipatía por las burocracias partidarias y sindicales del justicialismo tradicionalmente conservador, comenzamos a registrar hechos que descolocaban nuestras previsiones y obligaban a desvanecer prejuicios.
Desde el potente relanzamiento de una política de derechos humanos que sólo había asomado durante el gobierno de Alfonsín, hasta el incremento del presupuesto educativo; desde la plena vigencia de las discusiones paritarias hasta la absoluta libertad de expresión y todas las demás garantías constitucionales; desde la disminución del índice de desocupación hasta la consolidación de la unidad política regional con la Unasur, todas esas medidas, incluidas las simbólicas pero precisas decisiones de bajar los cuadros de los dictadores genocidas en el Colegio Militar de la Nación y pedir perdón en nombre del Estado al abrir las puertas del campo de concentración y tortura ESMA, nos condujeron a reconsiderar nuestras previsiones.
Así vimos consolidarse un nuevo tipo de liderazgo, de cercanía con la sociedad, empático con los sectores menos aventajados, que convocaba a la juventud a asumir el compromiso de la acción política, una actividad que había naufragado en la valoración social desde el “que se vayan todos” del 2001 y 2002, una política económica autónoma que tras pagar la deuda nos libraba de controles y condicionamientos externos por parte de los organismos internacionales de crédito. Un dirigente corajudo y decidido aplicando un conjunto de políticas públicas de sesgo social inclusivo en el contexto de un Estado de Derecho pleno.
Asediado desde el comienzo mismo de su gestión por el establishment económico y mediático –es un clásico citar el “apriete” editorial del diario La Nación a poco de asumir-, supo resistir esas presiones y desplegar una gestión de gran autonomía en lo doméstico y más aun en el plano de las relaciones internacionales, librando al país de los estatutos del coloniaje impuestos desde Washington. Su política exterior independiente, su impulso latinoamericanista, su vocación de construcción política regional asumiendo el concepto de la Patria Grande latinoamericana, que perduraba en los textos pero se olvidaba en la práctica, fue uno de los aspectos que más concitó nuestra adhesión como socialistas amantes de la tradición de Alfredo Palacios, Manuel Ugarte, José Carlos Mariátegui y Vivian Trías entre tantos otros.
Descalificado como “populista” por las elites del poder que no pudieron controlarlo; incomprendido por ciertos izquierdistas de manual que lo consideraron “un neo-desarrollista más”; acotado por su propia concepción ideológica justicialista, –capitalismo de sesgo nacional, socialmente inclusivo-, la gestión de Néstor Kirchner encarnó su voluntad política de construir un nuevo paradigma de desarrollo, basado en una reindustrialización del país, en la reinstalación de un ciclo de “movilidad social ascendente”, en la construcción de un discurso nacional y popular recuperador de la autoestima del pueblo y de la Nación.
No fue un revolucionario, porque como el mismo lo señaló, pugnó por “un cambio cultural y moral que implica el respeto a la norma y a las leyes”. No fue un socialista, porque su horizonte ideológico estaba contraído a la tríada histórica del peronismo, la “patria justa, libre y soberana”. Pero su administración austera, su liderazgo plebeyo, su impulso al “esfuerzo plural, diverso y transversal a los alineamientos partidarios”, su enorme fortaleza para contradecir a los poderes fácticos y su vocación por ampliar derechos y libertades –su único voto siendo diputado fue a favor de la ley de matrimonio igualitario-, hicieron de él una entrañable figura de la política argentina y un ciudadano ejemplar que los socialistas reivindicamos, además, como un amigo de nuestra causa por su trato amistoso y fraternal. Por esas cualidades lo acompañamos en su gobierno, como lo hicimos también con su sucesora, Cristina Fernández y, hoy, con Alberto Fernández.