La obra historiográfica de Carlos Machado está signada por la popularidad y la polémica. Una suerte de “niño terrible” de la historiografía uruguaya, que alcanzó, sin proponérselo, uno de los lugares más destacados en el ránking de ventas de libros con su Historia de los Orientales a principios de los años 70 del siglo pasado.
Se puede decir que Historia de los Orientales es un clásico “alternativo” de nuestra historiografía. Es que Machado, por diversas razones, siempre estuvo presente en el debate historiográfico, pero nunca integró círculos o comunidades académicas institucionales.
Formado en el Instituto de Profesores Artigas (IPA) y de militancia socialista, Machado comenzó a preparar un curso de formación para militantes que, al mismo tiempo, se publicaba en el diario del partido, en donde, además, hacía la cobertura de asuntos internacionales.
Heber Raviolo, director de Banda Oriental, le dijo: “Carlos, ahí tenés un libro”, y casi que a las corridas fueron reuniendo todo el material y pudieron poner las referencias bibliográficas recién en el último tomo. Se publicó y fue un éxito. Hasta hoy en día, que se sigue reeditando.
Generalmente, se lo cataloga de revisionista, y su familiaridad con Vivian Trías, Alberto Methol Ferré y Abelardo Ramos confirma esta ubicación en el arco historiográfico. En un contexto de producción predominantemente partidaria, batllista y/o uruguayista, la obra de Machado reivindica a figuras como Manuel Oribe, Juan Manuel de Rosas, Aparicio Saravia, Lorenzo Latorre y al propio Luis Alberto de Herrera. Su estilo ágil, enhebrando infinidad de citas pintorescas y, al mismo tiempo, agudas, acompañado de reflexiones comprometidas y polémicas (“con Rosas todos los buenos argentinos”), sacuden la tradicional “objetividad” y letanía de una historiografía política equilibrada, o bien de una ortodoxia marxista entre esquemática y aburrida, en un nivel similar al que Vázquez Franco logra en el caso del artiguismo.
Esto lo volvió más atractivo aun, y permitió que se sintieran afines con su lectura diversos sectores sociales interesados en la historia, en los que predomina una sensibilidad americanista y de transformación social posdesarrollista.
Apresado y torturado en dictadura, Carlos marchó al exilio en Buenos Aires y, mientras hubo democracia, publicó otros trabajos y dio clases en diversas universidades, hasta que el autoritarismo lo confinó a dictar clases particulares para alumnos que, al final de cada semana, hacían colecta para pagarle al profe.
En Uruguay, mientras tanto, una fuerte polémica (recogida en Las brechas de la historia) se dio en torno a su trabajo: José Pedro Barrán cuestionaba su carácter subjetivo (por defender a Rosas y escribir que Venancio Flores era el mayor traidor de la historia) y su predicamento entre los jóvenes, mientras que Real de Azúa cuestionaba a Barrán por sus lentes pivelianos y nacionalistas, propios de la historiografía dominante.
El profe
Recuerdo que tuve que preparar un oral en sexto de liceo sobre la independencia de Uruguay y mis viejos buscaron qué podía quedar de la biblioteca de casa (mucho se había perdido por la dictadura) y me dieron Crónica General del Uruguay e Historia de los Orientales, de Carlos Machado. Ahí “conocí” a Carlos, y me encontré con un libro fascinante, lleno de citas cortas y documentadas, pero puestas de forma tal que el puzle narrativo fluía como un torrente de novedades que te abría otras miradas sobre los procesos y los personajes. A lo que agregaba, sin vacilar, opiniones, juicios, polémica y pasión. Me fue bien en el oral, y fue mi complemento para preparar el examen, junto a los textos más clásicos de Alfredo Traversoni y de la colección de Historia Uruguaya de Banda Oriental.
Al año siguiente, junto con mis compañeros de generación, tuvimos la suerte de que apareció en Brecha un anuncio con los cursos que este historiador iba a dar en la Fundación Vivian Trías, y desde nuestro primer año del IPA, tres noches por semana, teníamos un curso sobre el siglo XX. Si Historia de los Orientales había sido un descubrimiento y una motivación, ir a clase con Machado fue un viaje sideral; tuvimos la chance de conocer a un “pequeño Yoda” de la cultura uruguaya, que hasta ese momento se guardaba escondido.
“Cada noche de curso con Carlos es como llevarse un amigo”. Así describió su sentir Helena Villagra, compañera y musa de Eduardo Galeano, en 1996, cuando íbamos a los cursos de historia de Carlos Machado en la Fundación Vivian Trías. Habíamos arrancado un ciclo de historia del siglo XX con seis clases al mes de tres horas (que se extendían según el cansancio del público, porque Carlos siempre pide “un segundito más”, y a veces terminábamos a las 12 de la noche), que recorría todos los continentes, la política, el arte y la ensayística… ¡llegamos a 1921! Eso sucedió porque daba tanto de cada tema y traía tantos materiales (que siempre prestaba gustoso a los alumnos)…
Helena tenía razón: las clases con Carlos servían para descubrir nuevos amigos, nuevos mundos. Machado venía con una valija grande y comenzaba a armar su escritorio, que se convertía en una cordillera de saberes, con diferentes pilas de materiales en las que se mezclaban textos clásicos, revistas actualizadas, recortes, libros de pintura, mapas sacados de colecciones increíbles, y te leía cosas de Il Manifesto, de Clarín, de La Jornada, de The New York Times o Le Monde (haciendo la traducción simultánea), configurando nuevos sentidos e informaciones para temas que uno podría creer ya suficientemente conocidos o investigados.
Lo más increíble es que tenía todo ordenado en su cabeza, con las páginas anotadas en la contratapa de cada libro (absolutamente subrayado) de las citas que iba a compartir. A uno le podía parecer que todo era un desorden, pero en realidad había una construcción sistemática, erudita y apasionada de nivel superlativo, sin que la clase fuera una demostración magistral de locuacidad espontánea. Al contrario, Carlos lee muchas citas cortas y deja espacio para intervenciones y preguntas a partir de una de sus claves iniciales: “No es tonto el que pregunta mucho, sino el que no tiene ninguna pregunta”.