Escribe José Luis Pittamiglio | Colonia
Hace unos días un amigo me hizo llegar una fotografía del carné de afiliación al Partido Socialista de Ambrosio Davrieux, fechado en octubre de 1920. Ambrosio era el afiliado número 526 de un partido que aun no había cumplido 10 años de vida. Sé que Ambrosio tuvo una constante participación en la vida social de la ciudad de Rosario, impulsando mejoras para su pueblo, como por ejemplo la colocación de luces de mercurio en la calle Sarandí y también integrando organizaciones como el Cine Club o la comisión de la Biblioteca José Pedro Varela. Un hombre que siempre apoyó las iniciativas que surgían de los vecinos del pueblo, que impulsó todo lo que ayudara a progresar a su querida Rosario y todos sabían que contaban con él.
Siempre resulta importante y hasta fascinante asomarse a la vida de nuestros ancestros, enterarnos de la peripecia vital que fueron construyendo, de los rumbos diferentes que sus vidas fueron tomando con el correr de los años. Don Ambrosio, hijo de padre saboyano y madre suiza, fue el primer alumno de la escuela de Barker, muy cercana al lugar donde había nacido. Militante socialista ya en 1920, en la época en que los afiliados al PS eran poco más de 500, aunque seguramente eso no les preocupaba. Trato de imaginarme cómo sería la
militancia política en una pequeña ciudad del interior del país en 1920, cuando Ambrosio tenía 17 años y un carné de afiliación. Sin duda que fácil no era: conversar con la gente, con trabajadores del campo o de la ciudad, hablarles de los bajos salarios, de los derechos a conquistar, preocuparse por las condiciones de vida de los vecinos. Supongo que -igual que ahora- lo más fácil hubiera sido evadirse y no preocuparse. No fue el camino elegido por Davrieux.
Trato de hacerme una composición de lugar, ubicarme en aquellos años en los cuales la política -como hoy- era un tema central para el Uruguay. Años en los cuales las dos divisas tradicionales tenían marcadas diferencias entre sí, aunque los años fueron diluyéndolas, hasta que a fines del siglo pasado terminaron casi fundiéndose en un mismo partido. Y sin embargo en esos primeros años del siglo XX un pequeño grupo de hombres y mujeres optaban por la militancia política en una izquierda rebelde, contestataria, recién nacida.
En la segunda mitad de los años cuarenta, una fría noche de junio, otro militante socialista, Pastor Aulet, arranca su viejo Ford y sale de su casa en Carmelo sin comentarle nada a su compañera. Toma por la ruta 21 hacia el norte y se detiene en un punto determinado, apenas pasando el puente Castells. En la densa oscuridad de la noche enciende una linterna, hace la señal convenida hacia un tupido monte de eucaliptos y desde llevan unas pocas pertenencias; son tres militantes socialistas argentinos que acaban de cruzar el río en un bote de contrabandista, huyendo de la persecución del gobierno de Perón. Aulet los recoge, les da alojamiento en su casa durante algunas noches, hasta que los tres compañeros siguen otros rumbos. Esa historia se repetirá muchas veces durante aquellos años 40, cuando socialistas y comunistas eran perseguidos sin tregua en la república hermana. A veces eran diputados los que hacían el cruce clandestino, otras eran militantes barriales, jovencísimos dirigentes estudiantiles o delegados sindicales. Poco le importaban los cargos a Pastor Aulet, que daba lo que tenía, sin pedir nada a cambio, corriendo el riesgo, ofreciendo una mano a aquellos luchadores perseguidos. Una noche y otra y otra más. Recogiendo viajeros que salvaban su vida a través del río y encontraban solidaridad de este lado. En la noche fría, en secreto, sin contárselo a nadie, una y otra vez, Aulet cumplía con lo que para muchos era una locura, mientras para él era un deber moral irrenunciable.
Algunos años después, las luchas obreras en Juan Lacaze iban creando conciencia en un pueblo rebelde que siempre supo arrancar de abajo y llegar. Ahí estaba Ricardo Dotti trabajando en la curtiembre, en asambleas, en reuniones en la calle o en algún rincón cualquiera, hablando con la gente, aprendiendo y ayudando a que otros aprendieran con él. Solidario, respetado por sus compañeros, querido por sus vecinos, defensor de causas ganadas y también -por sobre todas las cosas- de las perdidas. Allá marchaba Ricardo a trabajar, con el mismo entusiasmo con que repartía diarios de su querido PS, con el mismo amor con que participó en la fundación del Frente Amplio y puso todo su conocimiento en el fenomenal tejido de alianzas que significó desde sus comienzos, esta fuerza política nuestra. Porque eso Ricardo lo hacía muy bien: fortalecer los lazos entre organizaciones sociales y políticas, juntar a la gente detrás de un objetivo, haciéndolo con el mismo amor con que protegía a su familia y con la misma pasión que ponía en cada asamblea sindical.
Se tuvo que ir del país Ricardo, con su familia a cuestas, cuando llegaba el malón militar. Y estuvo mucho tiempo afuera, con el cuerpo allá y la mente acá, como tantos otros. Pero no detuvo su militancia y hay muchos lacazinos que aun recuerdan aquellos asados en su casa de Valentín Alsina, en San Antonio de Padua o en Merlo, juntando exiliados, con un mate, una guitarra, el abrazo fraterno con los compañeros y la mirada puesta en el paisito. Tan cerca y tan lejos.
Cuando volvió a su querido Juan Lacaze, el alma le volvió al cuerpo y reinició aquel trabajo de hormiga, recorriendo casa por casa, conversando, convenciendo, explicando, otra vez ayudando a tejer la alianza, con una voluntad interminable y una convicción abrumadora. En la elección nacional del 2004 el mayor porcentaje de votos socialistas en el Uruguay fue en Villa Pancha. Allí precisamente había centrado su incansable trabajo Ricardo, allí golpeaba todas las puertas y sabía poner oídos a los problemas de la gente. No existen las casualidades.
Estoy convencido que nuestra rica historia incluye a cientos de militantes anónimos como Dotti, como Aulet y como Davrieux. Ellos son solamente tres ejemplos de luchadores colonienses que hoy ya no están con nosotros, pero que dejaron una huella que no debemos olvidar. Trabajadores, buenos vecinos, formando familias y también creando conciencia. Construyendo unidad, esa cosa tan difícil, poniendo el granito de arena para solucionar los problemas del presente, sin dejar ni por un instante de pensar en el futuro. Ellos nunca reclamaron nada, mientras hacían muchísimo por todos nosotros. Por eso tenemos con ellos una deuda que no se puede cuantificar, difícil de medir, imposible de pagar.
En otro momento totalmente diferente de nuestra historia, en julio de 1973, una patota militar asesinaba por la espalda al joven Walter Medina. Tenía 16 años, era estudiante, militaba en la juventud socialista y estaba reclamando por una consulta popular en un muro de Montevideo. Me gusta creer que de alguna manera, nuestros tres veteranos infatigables -Dotti, Aulet y Davrieux- estaban junto a Walter aquella noche terrible, aquella noche que nunca debió haber ocurrido, aquella noche de cielo plomizo, calles vacías y esquinas desoladas. Me gusta creer que alguno de ellos tomó el pincel caído y completó la frase inconclusa, la consigna rebelde, el grito resistente.
No pretendieron dejarnos nada y nos dejaron todo.