Recambio generacional en la izquierda uruguaya

Escribe Sebastián Sansone | JSU

Hace una década aproximadamente que se habla de un tema por encima o al lado de otros en cada intercambio entre compañeros de izquierda: el recambio generacional. Hay frases clave que denotan esta preocupación y es, en particular, la de “darle paso a los jóvenes”. Normalmente estas frases son emitidas por compañeros que han vivido muchos de los acontecimientos clave de la izquierda uruguaya, desde el nacimiento de la mayor fuerza política de izquierda del país, la dictadura, el retorno de la democracia,  la primera gran victoria electoral en Montevideo, la crisis del 2002 y las 3 elecciones nacionales. 

Las voces, en un comienzo aisladas y luego en una exquisita cacofonía, ahora dicen al unísono que hay que dar un paso al costado para dejar que otros, más jóvenes, agarren el testigo y prosigan la carrera de relevos de la construcción de una sociedad mejor. 

¿Pero acaso no estamos en frente a un cuestión que excede la individualidad y que podría posicionarse en un plano más ideológico? ¿no será, quizás, que esa dicotomía expresada no es una nostalgia o un agotamiento sino una situación estructural que está invisible? ¿qué hacer en este momento recambio generacional?

Un concepto de vejez como el enemigo de la nación

Si nos ponemos a observar otros tipos de sociedades y comenzamos a hacernos preguntas vinculadas a las generaciones, una las preguntas que asoma entre tantas es ¿por qué los viejos dejaron de ser los sabios a ser escuchados a ser invisibles y hasta molestos para la sociedad?

La década de 1960 fue un momento histórico de suma efervescencia a nivel mundial. En medio de la guerra fría, en Estados Unidos un grupo para nada despreciable de jóvenes combatían estructuras y valores establecidos y abrazó la causa de casi todos los grupos oprimidos como los derechos civiles al feminismo y hasta la antipsiquiatría; se opusieron a Vietnam pero sobre todo desafiaron la autoridad de los mayores. Por ese entonces, la gente que superaba los 60 era poco común y quienes además arribaban con una buena calidad de vida eran todavía menos. La situación optimista de la postguerra se estaba agotando, y para la década de 1970, con la crisis del petróleo, también llega la crisis y caída del keynesianismo. La postura keynesiana, bien conocida, favorecía planes sociales de gran envergadura y surgió como respuesta de la profunda crisis del año 1929. Es en este momento en que la población mayor comienza a “beneficiarse” con planes jubilatorios y digo “beneficiarse” porque hay trampa: la idea era jubilar tempranamente a los más viejos para otorgar ese puesto de trabajo a los más jóvenes.

Siguiendo aún en Estados Unidos, vemos que cuando se agota el modelo keynesiano y aflora un nuevo tipo de liberalismo que no sólo estaba en lo político y económico, sino también estaba presente en las universidades más influyentes de la época. Así y con el aval científico, surgen los contadores generacionales y los críticos del sistema de seguridad social. Esta gente, absolutamente imbuida en el neoliberalismo, veían en los viejos una carga fiscal enorme, un estorbo económico. La solución fue demonizarlos mostrando de qué manera este grupo de edad pasaba el tiempo libre. En la era Reagan esto era alevoso: se mostraba a los jubilados de Estados Unidos en yates, disfrutando del sol de Florida o jugando al golf o en algún crucero, pasándola bien a expensas de los jóvenes. Es más, hasta se instaló un concepto que era el de “vejestorio codicioso” (Greedy geezer), para alimentar aún más el estereotipo de anciano que vivía a costas de la sociedad trabajadora.

Un editorial del The Journal Record (1994) llegó a poner, en esta línea, un encabezado llamado “abuso infantil fiscal” (Ménendez, 2017), que precisamente aborda la cuestión de la creciente participación en el gasto público de los jubilados quienes, por su inactividad hunden pasivamente al país.

La otra cuestión por la que la vejez molestaba y aun lo sigue haciendo, es por su extraña participación en el mercado. Mientras uno envejece se va volviendo cada vez más precavido, menos impulsivo y, quizás, medita un poco mejor las cosas. Así, la mercadotecnia y el marketing encuentran enormes dificultades para “entrarle” a este grupo de edad debido a que no demandan lo más nuevo, lo último y lo que se supone lo mejor. En términos generales, el mercado si no puede ingresar a este grupo lo invisibiliza: cualquier iPhone es más popular que un tomógrafo o que un avance en implantes de cadera…

En síntesis, el capitalismo industrial avanzado, con su ideología enfáticamente depositada en lo nuevo como virtud y potencia, relega e invisibiliza a uno de los grupos de edad más grandes que existen en la sociedad actual: los viejos. Entonces, esta dicotomía entre joven y viejo cobra un nuevo sentido, ya no es ni biológico, ni psicológico ni social: esta dicotomía es ampliamente ideológica y netamente guiada por una conducta mercantil y consumista.

Envejecimiento poblacional uruguayo

En Uruguay pasa una cosa parecida a lo narrado anteriormente, pero no idéntica. Si bien es cierto que se ha instalado la cuestión de entender a los viejos como una carga fiscal casi insoportable, al punto de querer estirar la edad jubilatoria porque la gente vive más, nunca se vio comprometida la jubilación, aunque sí podemos discutir de los montos y lo que se puede hacer con ella. 

Lo cierto es que como un mantra se repite que Uruguay es un país de viejos, y tiene asidero empírico. Según datos del INE (2016, p.5), las personas con más de 64 años son del 14% del total de la población, unas 448 mil personas aproximadamente. Esto no es algo nuevo, viene dado desde hace décadas y es una situación que parece no va a cambiar en mucho tiempo, en particular si no existe una política migratoria seria, porque del lado de “abajo” de la pirámide poblacional, vemos que se presenta un promedio de 2.1 hijos por mujer, cuando el nivel de “recambio” (es decir, el número de hijos para que la población crezca) es de 2.4 hijos por mujer. Y los uruguayos no están en condiciones culturales de tener más de 2 hijos. 

Acá surge una cuestión interesante y es la construcción del otro sujeto en disputa, la figura de los jóvenes. Los jóvenes, como pocos conceptos, presentan un problema tan grande y poco problematizado que he de darle un tratamiento especial. Ser joven es una cuestión bastante relativa, como así lo es ser viejo: un futbolista de 40 años claramente es viejo mientras que tener un hijo a los 18 es ser muy joven. 

Podemos hablar largo y tendido de número y estadísticas pues la demografía uruguaya ha hecho un trabajo excelente a la hora de caracterizar los tramos de edad. Pero lo que parece más interesante es pensar de forma cualitativa esta situación de envejecimiento dado que los números, con su impronta uniformizadora, esconden la riqueza de la hetorogeneidad, esconden la riqueza de la diversidad. 

Los viejos en momentos de crisis cobran una mayor importancia. En Uruguay, por ejemplo, no era extraño ver cada vez más hogares extendidos, donde abuelos y abuelas vivían en la casa con sus familias no sólo por el amor que se le puede llegar a tener, sino porque funcionalmente era útil contar con la jubilación de ellos. Esta mirada de supervivencia (y hasta con un dejo de mezquino interés) va cambiando a medida en que comienza a haber recuperación económica, donde a los más viejos las familias en muchos casos los llevan a los residenciales y en el peor de los casos, los dejan allí, olvidados.

Nos encontramos nuevamente con una categoría con doble faceta: a nivel social es una carga fiscal, a nivel familiar es una carga económica. 

Para comenzar a cambiar un poco nuestra cultura de la invisibilización y de la ignorancia sobre los saberes de los viejos, y para que los propios viejos comiencen a darse cuenta de su valía en la sociedad así como también en la política, hay que repensar qué es ser joven y qué es ser viejo. La dicotomía entre ser joven y ser viejo es una situación de difícil resolución y esto es porque la propia naturaleza actúa sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes, porque cambiamos física y espiritualmente. Salvador Allende, en un célebre discurso en México decía que hay “viejos jóvenes y jóvenes viejos”, y esto lo decía en el sentido de que uno puede tener un cuerpo entrado en años pero con ideas frescas, nuevas y novedosas, así como también se puede tener un cuerpo bien hormonado y con ideas viejas rozando el conservadurismo más rancio, o sea, ser un viejo joven. En esta línea parecería ser interesante repensar nuestras categorías de edad al interior de la izquierda en un sentido optimista: tanto los viejos como los jóvenes tenemos cosas para aportar. 

¿Qué hacer? Una alianza estratégica para una política transformadora

Las líneas anteriores buscan abordar la pregunta del recambio generacional que tanto preocupa hoy en día, y no sin razón, pues se puede entender que los sucesores deben poder mantener un proyecto político unitario de emancipación social como es el Frente Amplio, y por ello los que estuvieron en la génesis de este proyecto están preocupados por sus herederos, lo cual tiene absoluto sentido. 

Sin embargo, hay situaciones con las que debemos tratar y es la superación de la dicotomía generacional, superar la guerra de edades. Desde la psicología es bien sabido que cuando una palabra o frase se repite incesantemente esta pierde su sentido, se transforma en un significante vacío, es decir, algo que no encierra nada en sí mismo. Cuando asiduamente se dice “dejar el lugar a los jóvenes”, ¿qué se está queriendo decir? Además ¿qué lugar? 

Por la propia naturaleza de los acontecimientos, aquellos que han nacido entre 1990 y 2015 son conocidos como nativos digitales, es decir, somos personas que tenemos un conocimiento de las herramientas comunicacionales casi instintivo desde el nacimiento, y por ello uno de los espacios tan cedidos por los más viejos es el área de comunicación de cualquier organización. Volvemos a encontrarnos en la dicotomía: los jóvenes tienen que estar en la comunicación porque saben usar las herramientas. Error: ni todos los jóvenes saben comunicar, ni todos los viejos saben pintar muros. Así como esto, tampoco todos los jóvenes tenemos las mismas destrezas como tampoco los viejos tienen las mismas mañas. 

El punto al que quiero arribar es que para romper la falsa dicotomía instalada por un sistema que ha venido pervirtiendo la figura de los más viejos y que ha instalado a los jóvenes como la solución de todo, porque somos “más nuevos” en el arte de vivir, hay que comenzar a trabajar en equipos intergeneracionales: los jóvenes pintamos muros en Facebook a la vez que los más viejos promueven una discusión profunda sobre el contenido de los mensajes políticos; los jóvenes promovemos discusiones políticas e ideológicas a la vez que los viejos, con su experiencia, discuten la factibilidad de determinadas ideas.

Habíamos hablado anteriormente de que mientras más grandes nos volvemos, también más precavidos somos. Esto se puede contraponer con el espíritu confrontativo de los jóvenes así como también la esperanza de que el mundo puede cambiar al menos un poco. Los más viejos, quienes han vivenciado y experimentado más cosas y quienes también muestran cierta precaución a la hora de hablar de grandes transformaciones sociales, no dejan de ser menos valiosos. Cuando uno quiere cocinar algo tiene 2 caminos: o lo prueba hasta que le sale o le pregunta a alguien que ya se equivocó para no cometer los mismos errores. En términos políticos, resulta necesaria una alianza intergeneracional donde los impulsos juveniles se ensalcen con la experiencia de los más viejos de modo de poder generar nuevas soluciones a preguntas muy viejas. Ataquemos la cultura establecida de “los viejos ya fueron” o “los jóvenes son unos inexperimentados”. Ni una, ni otra. 

Una última consideración. Es cierto que a lo largo del texto hemos hablado en términos polares, jóvenes y viejos, pero sólo de forma analítica. No nos olvidamos de la existencia de un grupo numeroso de adultos jóvenes quienes podrían auspiciar de intérpretes entre ambos extremos, dado que no pertenecen ni a uno ni a otro grupo pero manejan los vocabularios, sensaciones, valores e ideas de ambos al mismo tiempo. Teniendo en cuenta esto, el panorama se vuelve más rico ya que nos podríamos pensar en términos intergeneracionales más completos. 

Para concluir, he de decir que ceder “el lugar”, no es más que reproducir la lógica del autoengaño y de la liberación de la responsabilidad, algo que la izquierda no puede ni debe tolerar, porque al final, nos terminamos convirtiendo en los indiferentes que tanto odio le daba a Gramsci. Si somos parte de un proyecto colectivo, entonces vamos todos hacia el mismo lugar, nadie debe ceder nada y todos debemos contribuir a la superación del estado actual de la cosas. Espacios para militar hay. Espacios para construir sobran. La apuesta está depositada, entonces, en que juntos en la diferencia, los viejos y los jóvenes, con nuestras posibilidades, nuestras vivencias, nuestras ideas, podamos mover un poquito la aguja del destino para generar una sociedad un poco mejor.