¿Qué hace que la vida valga la pena?

Escribe Pablo Oribe | Sec de mensaje político y comunicación

El producto interior bruto (PIB) no informa sobre la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría con la que juegan. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros políticos. No mide ni nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni lo que aprendemos, ni nuestra compasión, ni nuestra devoción a nuestro país, lo mide todo, excepto lo que hace que la vida valga la pena.” Robert F. Kennedy, 18 de marzo de 1968.

Somos parte de un mundo viejo que debe ser transformado. El sistema actual se ha mostrado incapaz de frenar la desigualdad y el cambio climático y de erradicar la pobreza. La pandemia dejó en evidencia todas las limitaciones, irracionalidades y fragilidades a las que estamos expuestos. Se está agotando y arrasando el planeta, al mismo tiempo que se condena a la inmensa mayoría de la población mundial a la más absoluta precariedad. ¿Qué sentido tiene todo esto?

La economía debe estar al servicio del bien común y no a la inversa. El lucro y el dinero no pueden ponerse por encima de la vida y los sentimientos de las personas. Es momento de barajar y dar de nuevo, de cuestionar axiomas y dogmas economicistas que se presentan como verdades reveladas y se repiten como expresiones de sentido común.

Los feminismos y el ambientalismo marcan el camino, han cuestionado y desafiado relaciones y razonamientos que parecían naturales y están logrando imponer nuevas agendas que siguen avanzando y ganando terreno. 

En un interesante artículo titulado “El PBI ha muerto”, Mauro Fernández indica cómo los ambientalistas ponen a la luz las limitaciones del crecimiento del PBI como indicador económico por excelencia y el horizonte último al que pueden aspirar las naciones. 

La medición del PBI deja fuera del análisis los límites ambientales y sus impactos sociales, claves para planificar la política del siglo XXI. En efecto, el PBI mide bienes y servicios intercambiados en un país durante un año, sin considerar la pérdida de recursos comunes. Como bien indica Fernández, si se desaloja a una comunidad indígena y se destruye bosque nativo para el monocultivo de soja, el PBI reflejará que esa zona, antes improductiva, ahora tiene valor.

Su tesis es que, así como el sostenido crecimiento del PBI desde su medición falló en lograr una reducción de la desigualdad, el indicador falla también a la hora de medir la transición que necesitamos para sobrevivir en este planeta: insistir con el crecimiento ilimitado atenta contra nuestra supervivencia.

Frente a la doble crisis ambiental y socioeconómica actual, tenemos un imperativo urgente: proponer un nuevo modelo de crecimiento y desarrollo que sea justo y sustentable. 

La sub-representación del análisis sobre las cuestiones que pueden poner en jaque la supervivencia humana en la disciplina económica constituye una pésima señal.Un informe que hizo el equipo de Economists for Future encontró que, entre 2000 y 2019, el 71% de las revistas económicas más importantes publicó menos del 1% sobre cambio climático. 

El norte debería ser que las casi 8.000 millones de personas que hoy habitamos la tierra vivamos bien, pero dentro de los límites ecológicos del planeta. La influyente economista Kate Raworth propone un modelo de desarrollo en que la meta se ubica en el medio entre un piso de umbrales de derechos sociales básicos (salud, educación, paz, trabajo…) y un techo de impactos ecológicos (calentamiento global, contaminación, pérdida de biodiversidad…).

Las voces que reclaman un nuevo modelo de desarrollo, inclusivo y sustentable, son diversas y cada vez más influyentes. El Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si, llamó a considerar los límites ambientales de la casa común. El premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, propuso jubilar el PBI como métrica, argumentando su incapacidad de abarcar cuestiones esenciales como la desigualdad o los impactos ecológicos.

El 22 de abril, el presidente estadounidense Joe Biden convocó a 40 jefes de Estado a una Cumbre de Líderes sobre el Clima, para acelerar las políticas y aumentar los compromisos en materia de lucha contra el cambio climático. Estados Unidos anunció una nueva meta para alcanzar una reducción de 50-52% de sus emisiones para 2030. La Unión Europea, por su parte, se propuso reducir sus emisiones en un 55% en 2030 alcanzar la neutralidad en carbono en 2050. China ya había anunciado previamente su compromiso de neutralidad del carbono en 2060.

En este punto, es loable remarcar que el Uruguay, durante los gobiernos del FA, implementó una verdadera revolución energética[1], pasando de una producción liderada por los combustibles fósiles a través de las centrales térmicas, a la apuesta a las energías renovables, aumentando significativamente el uso de energías tales como la eólica, la solar y la biomasa. La energía liderada por los combustibles fósiles no solo es la más cara, sino que además es la que menos contribuye con el ambiente, mientras que las energías renovables son una fuente de energía limpias e inagotables, que no producen gases de efecto invernadero –causantes del cambio climático- ni emisiones contaminantes.

Estos esfuerzos son esperanzadores y fundamentales, pero debe asegurarse su continuidad. Las principales normativas emitidas por la actual administración, tanto la LUC como la ley de presupuesto, dejan entrever que la sostenibilidad del crecimiento no es una prioridad para el presidente. 

Hoy más que nunca nos jugamos el futuro de nuestra especie y el futuro de nuestro planeta. Debemos leer el mundo desde una óptica distinta que nos permita construir lo nuevo, fijarlo con nuestras propias palabras y cambiar incluso los criterios para medir o valorar las cosas.

Hacer que la vida tenga sentido implica poner en el centro la felicidad, la igualdad, prosperidad y sostenibilidad ambiental. 


[1]Entre 2010 y 2016 invirtió USD 7.800 millones en infraestructura energética y actualmente el 97% de la electricidad se genera a partir de fuentes renovables. En 2018 el 38% de la generación de energía eléctrica fue eólica (siendo el segundo país del mundo en porcentaje de esta energía en su matriz eléctrica), el 7% de biomasa, algo más del 3% fotovoltaica, la térmica poco menos del 3% y el resto hidroeléctrica.