Escribe: Carlos Polimeni, periodista, escritor, guionista. Desde Buenos Aires
Hace mucho tiempo ya, el dramaturgo alemán Bertolt Brecht acuñó la frase que postula, con ejemplar economía de palabras, “Comer primero, y después la moral”. Eso significa que si una persona está muriéndose de hambre es al ñudo debatir el resto: el primer deber es que sobreviva. ¿Quién puede pensar en la belleza del mundo si tiene frente a si a los chicos desnutridos de Etiopía? Hoy mismo, en el año del Covid 19, la cantidad de pobres en el mundo ha subido, y subirá, de manera exponencial.
Nutrir a los desnutridos que los estados crean con sus políticas de saqueo es un deber que está más allá de toda declamación. Un estadista debería ser juzgado por la cantidad de personas que sacó del hambre programada, ante todo. Pero ¿qué pasa con el resto de la gente, sobre todo con esa gente que no tiene hambre, que nunca tuvo, que nunca tendrá –hablo del hambre en serio, no del apetito entre comida y comida—y sin embargo está desnutrida culturalmente? En principio, nadie le ofrece ayuda humanitaria, y parece que sería hora de hacerlo.
El concepto de desnutrición cultural pertenece al pensador mexicano Fernando Buen Abad Domínguez, que escribió un texto interesante sobre este tema, recordando una idea de Carlos Marx, que afirma que a veces un obrero puede tener más necesidad de respeto que de pan. El poeta y músico brasileño Arnaldo Antunes, en un hermoso tema del grupo Titas, cantó que la gente no necesita solo comida. La gente necesita alegría y arte. Alimentos para el alma, en caso de que el alma exista. En cuarentena, ¿qué sería de nosotros sin los alimentos culturales, que nos ayudan a vivir contenidos, e incluso a poner la mente a buen resguardo de las noticias catastróficas y deprimentes?
Lo que Fernando Buen Abad Dominguez plantea es que el sistema genera individuos que entretenidos por el entretenimiento se transforman en personas nulas para el buen gusto de tal manera que no podrán construir una conciencia social e incluso la propia especie. Una inanición de saberes y de experiencias necesarias para el crecimiento normal de la subjetividad. Por eso es que este mundo está hoy repleto de seres que se pasaron la vida diciendo que “alguna vez” les llegaría el turno de no ir a trabajar, quedarse en casa y darse una panzada de placeres. Y ahora que podrían hacerlo están aburridos y nerviosos, porque tiene que convivir con sus propias conciencias.
“Sometidos a una dieta cultural que les impide el desarrollo de habilidades mentales básicas, como la capacidad de abstracción, la capacidad de organización, la capacidad de movilización, el desarrollo de algún tipo de pensamiento crítico”, esos ciudadanos son los zombies que vemos desafiando cuarentenas en medio de una pandemia dolorosa, repitiendo consignas de publicistas formados en la izquierda pero a sueldo de las derechas, haciendo propias las chicanas con que los poderes libretean a los periodistas pauta-dependientes y votando candidatos de cartón, dispuestos a gobernar sin despeinarse nunca.
Y esta desnutrición, como toda des-nutrición produce estragos. Más allá de los estudios de los individuos –el planeta está lleno de universitarios que por un mal de amor consultan un brujo, porque tienen el medioevo vigente en el corazón- hoy es notoria la ignorancia generalizada. ¿Qué ciudadano blanco promedio de América Latina conoce algo sobre África y su diversidad? Esa nueva “desnutrición” incluye el sobre-consumo de alimentos ideológicos “chatarra” que mientras engordan con banalidades a los usuarios destruye el sistema nutricional basal. De tanto ver programas pedorros de televisión, navegar por internet buscando noticias o escuchar radios que anestesian millones de personas creen todos los días que no necesitan saber más nada. De tanto comer comida basura, millones de personas ya no saben del placer de las delicias en serio.
La desnutrición cultural proviene de la escasez tanto como de la saturación. En el centro del problema está el vacío prefabricado para lograr seres humanos embriagados con la felicidad del consumo. Personas que se iluminan en los shoppings, que van de vacaciones pensando que electrodomésticos podrían comprar. Ignorantes con tarjetas de crédito, agradecidos al destino de no tener que saber tantas cosas difíciles sobre un mundo que se les vende como ajeno, peligroso y aburrido.
Lo que el italiano Antonio Gramsci escribió en sus famosos Cuadernos mientras estaba preso a finales de los años veinte del siglo pasado respecto a la hegemonía del pensamiento de los que no pasan hambre sobre el resto de la sociedad, y la necesidad de una “batalla cultural”, ha adquirido hoy su dimensión definitiva. Aunque siempre es mejor ganar elecciones que perderlas, es bueno subrayar que el desafío para las fuerzas progresistas, nacionales y populares, de izquierda, no puede ser solo administrar mejor que los otros, completar períodos de gobierno y dar las hurras con la sensación de una misión cumplida.
Estados Unidos comprendió a Gramsci mucho mejor que cualquier otro país del mundo, y por eso desde el final de la Segunda Guerra Mundial trabajó con mucho esmero para llenar de sentido las mentes de los habitantes de su gigantesco patrio trasero. El cine, la televisión y la industria musical fueron durante mucho tiempo un vehículo de descarga de costumbres, nomenclaturas y productos que penetraron toda facilidad sobre las culturas locales, como todos sabemos. Tomamos gaseosas repletas de malsana azúcar, comemos hamburguesas malísimas a rolete, usamos jeans de licencias estadounidenses, festejamos navidades blancas en pleno veranos y parecemos amar sus giros idiomáticos (¡0k!), sus marcas, sus juguetes y súper héroes y sus formas de vida de tal manera que si nos privaran de ellos por un momento nos sentiríamos huérfanos o estafados. ¿Cómo hicieron para que existan por estos pagos honestos ciudadanos que aman a Bill Gates y Mark Zuckerberg pero no tienen el menor interés en estudiar la biografía de José Gervasio Artigas?
Ojo: esto no es antiamericanismo de manual, sino una somera descripción del modo en que la penetración cultural ha triunfado, que es el momento en que ni siquiera se reconoce como tal. El penetrado está fascinado cada mañana en que su organismo le exige una coca cola bien fría seguido de unos deliciosos marlboro, un rato antes de hacer gym o running bien calzado con unas nike, ir al shopping en su ford, mirar con ganas una Tablet porque está en sale, antes de volver a casa y poner en netflix una serie muy buena sobre los asesinos seriales de Texas. Y ojo con objetarle ser un eslabón más en la cadena de la dominación, porque se pondrá cocorito y levantando el tono dirá: “Soy un ciudadano libre, elijo lo que yo quiero”. Ja, ja ja.
La batalla cultural incluye la necesidad esencial de cambiar la escala de valores de una sociedad, restituyendo sentidos que el capitalismo de rapiña ha ido corriendo del centro de la escena. La crisis económica universal en medio de la era del coronavirus, que acaso marque el inicio real del sigo XXI, tal vez sirva para que la mayoría de los seres humanos entiendan que es necesario y que resulta superficial para la vida en el planeta. Muchas cosas que en el verano pasado nos parecían esenciales han dejado de serlo. Otras, de las que estábamos cansados, hoy resultan esenciales.
Uno de los grandes desafíos será logar que los desnutridos culturales, que sin embargo se sienten bien alimentados entiendan el mundo otra vez. Hace muchos años, al principio de los 80, en un disco cuya tapa se burlaba de la revista Gente, Charly García gritaba que la grasa de las capitales no se banca más. Capital, capitales, capitalismo son palabras para repensar. La Batalla Cultural, en el invierno de la pandemia, parece empezar por poder pensar otra vez el sentido de las cosas, intentando lograr no cometer una vez más los errores de siempre.