Escribe: Gonzalo Civila
Puede decirse que en el origen del Frente Amplio, como en la vida misma, lo social precedió a lo político, aunque lo primero y lo segundo se implicaron desde siempre, porque lo social y lo político se producen mutuamente.
Puede sostenerse además que en el origen del Frente Amplio se plasmó una vocación colectiva de quebrar la política tradicional, aunque varios de sus componentes fundacionales provenían de esa misma política y fueron educados en ella.
Estas dos afirmaciones suenan un tanto paradojales, pero así son los procesos históricos: dialécticos, complejos, imposibles de capturar en un análisis, contradictorios y por eso dinámicos. En fin, procesos. Como tales nunca empiezan de cero, porque la historia, en el interjuego de las libertades humanas y las condiciones heredadas, no se resetea en un acto ni se define por acontecimientos que irrumpen puros y de la nada.
Sin embargo, la propia vivencia, y ni que hablar la perspectiva que puede habilitar el paso del tiempo, nos permiten identificar momentos fuertes en que ha nacido algo nuevo. También cuando ese algo nuevo vino para quedarse. También – e hilando más fino – como su propia institucionalización (que preserva pero a la vez degrada su valor original) puede contener – como en general pasa – el germen de su desnaturalización o destrucción.
Frente a estos movimientos nosotros no somos meros analistas porque estamos adentro y todas esas tensiones nos atraviesan. Nuestra mirada es situada, militante, comprometida, emocional, interesada, más o menos estratégica. Y si se trata de seguir transformando, instituyendo, siendo canal de lo nuevo, puede ser también un límite. En el seminario de nuestro Encuentro Nacional de Militantes Sociales, Mercedes Clara lo decía con brillantez: “Somos parte de ese mundo viejo que tiene que ser transformado. Ese sí que es un límite. Somos parte de lo que tiene que ser transformado…El trabajo de desaprender es un trabajo que claramente es colectivo y requiere de una humildad tremenda…porque a veces no somos capaces de digerir esa novedad que viene a cuestionarnos y activa el miedo a no controlar lo que pasa. Claramente este tránsito de lo nuevo implica esta incertidumbre, implica esta desnudez, implica esta humildad, implica mucha autovigilancia”1Agrego que los aniversarios, los traspiés y en general los sucesos que nos desacomodan, pueden generar climas propicios para este tipo de reflexión, y la autovigilancia es prima hermana de la autocrítica.
En este contexto, si buscamos transitar caminos menos endogámicos y acotados, vale pensar afuera de la caja y preguntarnos qué construcción social-popular nueva emerge o se insinúa en este presente y como puede vincularse con una nueva síntesis política frenteamplista. Sobre este punto, y más específicamente sobre la necesidad de una nueva unidad social para una nueva unidad política, trató un editorial anterior.
Pero también cabe preguntarnos sobre nuestro propio proceso de tradicionalización y sobre los dogmas de la política dominante que hemos internalizado o asumido, porque de lo contrario pueden convertirse en lastres o trabas casi inconscientes para acometer la otra tarea. Sobre eso versa este artículo. Esquemáticamente identifico cuatro dogmas fuertemente instalados, con sus variantes liberales y populistas, y cuatro orientaciones alternativas para intentar desafiarlos, todas vinculadas con la socialización de la política. El quinto y último título refiere a un cambio ideológico y actitudinal que considero imprescindible para procesar sanamente todo lo demás.
1) Al dogma de que el epicentro de la acción política es el Estado hay que contraponerle una voluntad potente de socialización de la política.
Se ha naturalizado la idea de que lo político es sinónimo de lo estatal, se ha alimentado un imaginario elitista de “clase política”, se han consolidado procesos de burocratización, fragmentación y aislamiento. Si el objetivo de la lucha política es controlar el Estado, entonces basta con buenos staff tecnoburocráticos y formaciones políticas dedicadas a proveerlos y a disputar elecciones. Esta es una concepción hegemónica asociada a la inercia característica de las formas burguesas del Estado.
Al contrario, la izquierda no puede perder de vista que las sociedades se transforman a sí mismas o no se transforman, por ende nuestra principal referencia para la acción y el pensamiento no debe ser el Estado, tampoco el o los partidos, sino la sociedad y las comunidades. La ubicación de las organizaciones políticas populares en el mundo social y las múltiples relaciones y entramados que pueden tejerse allí, resulta ser entonces un aspecto crítico y decisivo. También la imperiosa necesidad de ampliar los temas de nuestras agendas y discursos, trascendiendo los debates sobre leyes y políticas públicas e incorporando otros relativos al sentido de la vida y la convivencia.
En definitiva, socializar la política, desalienarla del Estado y recuperar su dimensión comunitaria es un desafío esencial de cualquier propuesta emancipatoria, porque sólo con más conciencia, organización y participación instituyente pueden producirse cambios capaces de perdurar y profundizarse. Lo demás son instrumentos, muy importantes, pero no fines en sí.
2) Al dogma del corrimiento al “centro” hay que contraponerle una estrategia para correr el “centro” a la izquierda.
Se ha sustituido el análisis de clase por el uso de ejes y categorías de autoidentificación ideológica que dicen poco sobre los procesos sociales y las necesidades y deseos reales de las personas. Se ha instalado y se repite como un mantra la idea de que la lucha política consiste en definitiva en una batalla por el “centro”, es decir, por la adhesión de los sectores menos politizados y con una autodefinición más tenue o ambigua, no por una re-politización de esos sectores sino por votos que hay que ganar a fuerza de discursos que los seduzcan. Esta afirmación se presenta como un axioma incontrastable, y sobre ella se han edificado estrategias publicitarias y aparatos masivos de captación electoral. Se justifican de este modo los discursos ambiguos, populistas, seguidistas del “sentido común” dominante, acotando de una manera penosa los márgenes de la discusión pública e instalando el posibilismo, donde izquierda y derecha casi se confunden en la administración del sistema. Esto abona el terreno de la antipolítica que a su vez fortalece a los poderes fácticos más concentrados y favorece el crecimiento de expresiones de ultraderecha a caballo de la incorrección política y el falso relato “anti-establishment” y “anti-consensos”.
El culto a la moderación y la superficialidad no tiene nada que ver con mejores condiciones para el diálogo, el pluralismo o el republicanismo cívico. El diálogo auténtico, por el contrario, requiere de identidades capaces de encontrarse e intercambiar respetuosamente en la diferencia, sin renunciar de antemano a sus convicciones profundas ni pretender limar la identidad del otro para aceptarlo como interlocutor. El culto a la moderación es, por otra parte, tan gris y tedioso como funcional al ocultamiento de los verdaderos debates e intereses, y por ende a su resolución democrática. En sociedades asimétricas e injustas la moderación es además, para quienes nos oponemos radicalmente a la desigualdad y la opresión, una falla ética.
El camino alternativo parece ser, si lo queremos poner en estos términos, el de correr el centro a la izquierda. Mucho mejor lo dice José Díaz: “Hace unos años dije que habíamos tenido un gobierno que había sido elegido por la izquierda pero que había gobernado por el centro. De traer el centro a la izquierda, la izquierda se había corrido al centro. Esa es mi teoría, y sigo pensando eso. Nos corrimos al centro, e hicimos muy poco por ganar al centro hacia la izquierda.”2En el mismo sentido nos expresamos en el aporte del Partido Socialista al proceso de autocrítica del Frente Amplio: “En todo caso hay que tratar de que sea el “centro” social o electoral quien se corra a la izquierda. Mejor todavía es decir que la izquierda, si aspira a construir la hegemonía de sus ideas como nuevo sentido común, debe en cada coyuntura, paso a paso, hacer la mejor síntesis posible de los intereses de clase dentro de los sectores del Bloque Popular Alternativo, para poder consolidar en algunos momentos y avanzar en otros, aislando a las expresiones políticas de la burguesía.”3
3) Al dogma de que la política es una batalla de “opinión pública” donde lo más importante son los movimientos tácticos y el posicionamiento de los dirigentes, hay que contraponerle una ética de la coherencia, el compromiso militante y la construcción desde la base.
La idea de la política como batalla de “opinión” ha ganado también mucho terreno. Se repite como dogma que lo que determina los movimientos políticos son los posicionamientos públicos de los dirigentes o “figuras”. Esta sobre-estimación de las opiniones, gestos y señales de los “famosos” y “mediáticos” explica un circulo vicioso de competencia por espacios individuales, vínculos poco claros con medios de difusión, excesiva personalización y hasta narcisismo en la comunicación política. El debate estratégico se sustituye por el tacticismo, se empobrece la discusión pública, se desprecian los ámbitos y procesos colectivos, y se consolida la percepción de que la política no es una actividad orientada al bien común y propia de la sociedad, sino un coto de unos pocos y para unos pocos.
Revalorizar el compromiso militante y la construcción desde abajo, nos puede ayudar a relativizar el peso específico de individuos y cúpulas. Sin caer en falsas oposiciones, y aunque el mainstream de la ciencia política no lo reconozca, el poder de la capilaridad, de la cercanía, de la organización social, de las causas, y también del testimonio y la coherencia, puede ser mayor que el de los medios, los posicionamientos, las tácticas perfilistas y las estrategias de marketing. He aquí también una cultura política alternativa que puede ganar terreno frente a la de los caudillismos y los neocaudillismos.
4) Al dogma de la neutralidad del Estado y la autonomía formal de los individuos, hay que contraponerle una pedagogía que desenmascare los intereses de clase y una alianza virtuosa del Estado con las organizaciones populares.
El dogma de la neutralidad absoluta del Estado también se nos ha inoculado. Según este concepto hay “políticas de estado” que trascienden clases e ideologías, pero además el rol de un gobierno sensible a las necesidades populares se reduce a consagrar y garantizar derechos individuales. La autonomía de las personas parece ser el subproducto de una suerte de asepsia estatal que, curiosamente, se expresa en políticas públicas verticales, en prestaciones y dispositivos donde la relación predominante es individual e institucional, sin ninguna mediación colectiva de tipo comunitario, y donde el individuo-ciudadano, según su nivel de vulnerabilidad, puede quedar fácilmente reducido a la condición de objeto de intervención de la política estatal.
Si las fuerzas sociales y políticas anticapitalistas no desenmascaramos intereses de clase, sino problematizamos e interpelamos al propio Estado, sino establecemos alianzas virtuosas entre lo social y lo institucional -que, sin cooptar ni legitimar jamás el clientelismo habiliten, procesos intersubjetivos de organización comunitaria, solidaridad y educación popular e inventen nuevos sentidos-, si cuando tenemos oportunidad no hacemos del Estado y los partidos canales que favorezcan esos flujos y que a su vez hagan más porosas a esas mismas instituciones, la autonomía individual que se postula se vuelve raquítica, inerme frente a las relaciones de poder, funcional al mercado y al consumo, por ende amplificadora de la desigualdad. El Estado clientelar, el falso Estado aséptico y el Partido-Estado, no son las únicas opciones posibles.
5) A la ideología del poder-objeto que se posee y se ejerce hay que contraponerle una disposición articulada a la construcción y circulación del poder. Y al narcisismo de las pequeñas diferencias hay que contraponerle un debate sustantivo sobre el rumbo histórico.
¿Cuántas veces somos presos de una cultura política patriarcal según la cual el poder es una especie de fetiche, un objeto a tomar y poseer, una fuerza a ejercer territorialmente sobre otros? El poder alternativo, que obtiene su legitimidad de la potencia subalterna que despierta para liberarse e instituir algo nuevo, debe dejarse interpelar por la crítica feminista, por la ética del cuidado, por una mirada según la cual el poder se construye y circula, articulándose y re-articulándose de abajo para arriba. Este cambio cultural e ideológico será trabajoso y también doloroso, e implica una profunda revisión actitudinal: el narcisismo de las pequeñas diferencias que nos impone una permanente, superficial y sobreactuada disputa entre perfiles, debe dar paso a un debate sustantivo sobre el rumbo histórico de la izquierda y la sociedad, y sobre sus modos de construcción y auto-construcción. Sin temerle a las diferencias verdaderas, a los conflictos y a las disrupciones, siempre y cuando valgan la pena.
Otra vez, como al principio, nos toca sacar lo mejor de nuestras propias contradicciones, superándolas. Ni liberales ni populistas, tendremos 50 años de futuro si logramos seguir siendo alternativa a la política tradicional, dejándonos interpelar por el afuera que nos da razón de ser. El desafío urgente es socializar la política, escuchando, recuperando su diálogo fermental con la vida cotidiana de las personas y las comunidades, gestando y acompañando iniciativas sociales sin pretender dominarlas o controlarlas.
1 Mercedes Clara en: Conferencia “Interpelación a los límites del progresismo desde el problema de relación sociedad-política”, Seminario virtual “Perspectivas de la relación sociedad-política en la construcción de lo nuevo” – Encuentro Nacional de Militantes Sociales, Partido Socialista de Uruguay, 12/12/2020.
2 Entrevista a José Díaz, Semanario Voces, Año XVII Nº725, 11/2/2021.
3 Partido Socialista de Uruguay, Aporte a la discusión de balance, evaluación crítica, autocrítica y perspectivas del Frente Amplio, pág. 17, noviembre de 2020.