Escribe Juan Bruschi
El derecho a la comunicación constituye uno de los pilares fundamentales de una sociedad democrática. A pesar del acuerdo generalizado que pueda tener esta afirmación, esto no debe confundirse con una adhesión unívoca, pues sólo la variedad de acepciones que pueda tener este significante puede explicar que haya gente que lo reivindique como una mera ausencia de coacción sobre mensajes emitidos y otras/os que levantamos una bandera que asume desigualdades estructurales para ser capaz de comunicar y acceder a información en condiciones remotamente similares, exigiendo un despliegue del Estado ante las insuficiencias inherentes al mercado, fiscalizando, regulando y promoviendo políticas públicas que garanticen una comunicación al alcance de todas y todos.
No hace falta proclamarse marxista para reclamar diversidad de voces, definiciones que prioricen los intereses generales sobre las posturas corporativas de un empresariado cerrado y mecanismos de contralor sobre la propiedad de los medios de comunicación: la Federal Communications Commission estadounidense se encargó de supervisar atentamente el mercado de medios contra la formación de oligopolios durante buena parte del siglo pasado hasta el advenimiento de un proceso de desregulación indiscriminada liderado por Ronald Reagan. Tampoco puede asombrarnos la defensa del audiovisual europeo en pos de reforzar la cohesión social, satisfacer necesidades comunitarias y garantizar la coexistencia de identidades que de otra forma serían avasalladas por la homogeneidad de mega producciones. Aunque estos antecedentes sean poco novedosos, el fallido proceso de democratización mediática emprendido en Uruguay durante los gobiernos del Frente Amplio fue tachado de liberticida y la falta de decisión con la que se llevó a cabo facilitó que hoy estemos asistiendo a la rápida y silenciosa aprobación de un nuevo proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) regresivo y concentrador.
Si bien los partidos que hoy gobiernan se habían manifestado contrarios a los impulsos de períodos anteriores, haciendo activa oposición por considerar que el Poder Ejecutivo ejercía un poder excesivo sobre los licenciatarios, el proyecto ingresado en abril del año pasado no deja de ser bastante sorpresivo. En lo inmediato no fue precedido por una discusión que diera razones para sustituir la actual LSCA, no fue un eje de la campaña electoral de 2019 ni hubo informes de autoridades técnicas competentes como la Dirección Nacional de Telecomunicaciones (DINATEL) que indicaran la oportunidad de ello. Tras un año de gobierno, la agenda de los principales medios tampoco le ha dado el peso que merece una normativa que (des) regularía un derecho tan importante para el ejercicio de otros tantos.Teniendo en cuenta las posturas históricas de los principales grupos mediáticos y su falta de interés por discutir el tema puede suponerse la sintonía del gobierno con sus intereses empresariales, pues las modificaciones a tener lugar contemplan sus reclamos ante la Suprema Corte de Justicia, aún aquellos que fueron rechazados, como lo relativo al pago de tasas por hacer uso de licencias de servicios de televisión para abonados, radio y/o televisión abierta, fuente de financiamiento del Fondo de Promoción del Sector de Comunicación Audiovisual.
Si bien el empujón democratizador propiciado por la izquierda en el gobierno fue errático, la LSCA aprobada en 2014 con aportes de la sociedad civil presentó avances sustanciales inéditos en la historia uruguaya, dedicando buena parte de sí al reconocimiento de las audiencias como sujeto de derechos. De esta manera se buscó efectivizar derechos conexos para la población general, como el de incidir en el diseño de políticas asociadas y tener acceso a una información plural, contemplando de forma específica a sectores que requieren una atención diferencial como las personas en situación de discapacidad, a la vez que acompasa la normativa general en otros aspectos como en lo referido a niñas, niños y adolescentes y la defensa ante la discriminación, estableciendo instrumentos institucionales para su cumplimiento y protección. Una nueva ley en los términos del proyecto actual echaría por tierra lo anterior al entender que estos derechos estarían contemplados en el artículo 72 de la Constitución (derechos inherentes a la personalidad) y por ende su reconocimiento expreso en una ley sería redundante, aunque sólo perpetúe la situación actual y sus inequidades preexistentes.
En consonancia, desaparecerían los espacios orgánicos dentro de la gobernanza y supervisión del sistema de medios, como la Comisión Honoraria Asesora de Servicios de Comunicación Audiovisual (CHASCA) o el Consejo de Comunicación Audiovisual (CCA), que de ser instalados darían capacidad a una diversidad de actores de incidiren política pública y fiscalizar, un hito destacado para la participación ciudadana y un aporte a la transparencia de un esquema tradicionalmente tan opaco y de “mesa chica”.
En tanto, lejos de afectar la libertad de expresión, como alegaron en su momento actores políticos de la entonces oposición, también amplió las garantías de las/os periodistas ante el poder editorial, al ampararles bajo la figura de la objeción de conciencia a la hora de oponersea ser la imagen o voz de un contenido con el que no estuvieran de acuerdo, lo que el nuevo proyecto derogaría. Por otro lado, también generó un marco claro para minimizar la arbitrariedad de los procesos licitatorios de señales de radio y televisión, lo que si bien se mantendría deberá convivir con una ampliación extraordinaria de las posibilidades de concentración de medios en aún menos manos. Acerca de esto último, se expandiría el límite de licencias de radio y televisión abierta adjudicadas a una sola persona (física o jurídica) de tres a ocho, y de dos de un mismo tipo de medio a cuatro, extendiendo simultáneamente el plazo para usufructuarlas; a efectos de ilustrar la situación, esto permitiría que un privado fuera dueño en forma simultánea de tres señales de radio en AM, otras tres en FM y dos de televisión abierta en una misma localidad. Junto a ello, se eliminarían todas las restricciones a la concentración de la propiedad de servicios de televisión para abonados, habiendo actualmente un tope de seis licencias, o tres si una de ellas es para operar en Montevideo. De la mano de esto está la derogación de herramientas conceptuales fundamentales a nivel jurídico para vigilar la propiedad de medios y combatir la configuración de monopolios y oligopolios como la noción de “grupo económico”, dando lugar, como señala el informe relativo al proyecto elaborado por OBSERVACOM, a que se excedan los ya poco sensatos límites a la acumulación de licencias con el uso de testaferros. Insto al lector/a a imaginarse un escenario en el que una empresa privada foránea, sin contralor social posible, autoridades interpelables ni cambio periódico de responsables políticos fuera la única en ofrecer servicios de cable a todo el país.
Otro apartado en sí mismo requieren las limitaciones impuestas al desarrollo de Antel. Por un lado, se habilita a cable operadores a solicitar licencias para ofrecer servicios de internet y obliga a dicha empresa pública a arrendarles su infraestructura de forma específica, lo que sumado a la facultad de transferir la titularidad de licencias de cable a empresas extranjeras daría pie a una privatización de los servicios de internet encabezada por grandes multimedios. Complementariamente, se obstruye su capacidad de prestar servicios de comunicación audiovisual y así competir en condiciones acordes ante corporaciones enormes que brindarían todo un arco de productos que iría desde la banda ancha hasta el cable.
En otro orden de cosas, entrando al 2021, la necesidad de abordar los esquemas organizativos de los medios insertos en una realidad convergente parece ineludible para un texto legislativo que pretenda actuar como marco para los asuntos relativos a la comunicación tras la masificación del acceso a internet. Paradójicamente, la exposición de motivos que justificaría modificar el texto aduce que “nos encontramos ante una nueva revolución” en esta materia, algo palpablemente real y que debería ser objeto de legislación para emparejar la cancha, mientras mantiene el tercer inciso del primer artículo, que excluye expresamente a internet de su ámbito de aplicación.
Pese a todo lo anterior, se proyecta un sistema de medios públicos más autónomo, mas esta ventaja no es particularmente alentadora al ver el conjunto de la ley.
Llegando a marzo, el aplazamiento de la votación del proyecto no parece obedecer a una voluntad del herrerismo en el gobierno por someterla a una discusión más allá del recinto legislativo, sino a buscar una fórmula de consenso dentro del oficialismo, particularmente tras las discrepancias planteadas públicamente por sus socios minoritarios. Espero equivocarme.