Escribe Gonzalo Civila | Secretario General
Nunca, en la historia reciente del Uruguay, un gobierno sembró tanta división en un momento tan dramático. Es una huida hacia adelante, fogoneada desde arriba. Encerrados en su propia soberbia y negados a dialogar, cada vez son más los actores del oficialismo que optan por un discurso de ultraderecha, sin demasiados matices. Se alimenta así el odio o estigmatización hacia todos los que planteen algo distinto, y hacia cualquier iniciativa que busque hacerlo visible. Es una máquina irracional que no deja de descalificar y atacar – en medio de una clima de angustia, miedo y dolor – a trabajadores y trabajadoras de la salud, científicos y científicas, organizaciones sociales, partidos opositores, gobiernos anteriores y una larga lista de colectivos y personas.
En estos días, ante la evidencia y el descontrol del desastre, pasamos de la “libertad responsable” al “la gente tiene que comer”. Siempre depositando en los individuos – hasta con cierta épica – la culpa de todos los males, aún cuando se trate de exponerlos a la inmoral disyuntiva entre cuidarse del contagio y alimentarse. Enfrente dos caricaturas: cuarentena obligatoria y medidas prontas de seguridad, porque cuando no se quiere dialogar siempre es más fácil atacar una versión grotesca del planteo ajeno que discutir con razones y argumentos.
El maniqueísmo llegó a dar un nuevo salto: “esto es una guerra, o aceptan sin chistar mi política o están con el enemigo”. Cada vez el relato se torna más primitivo y ofensivo hacia los demás, al punto de intentar anularlos. Todo para no dialogar ni aceptar un error o una propuesta que altere su plan, el mismo que día a día profundiza la crisis. En definitiva, quienes tanto hablaron de la grieta hoy no tienden un solo puente.
En este contexto, los discursos abstractos de “unidad nacional” tienen algo de hipocresía o ingenuidad, y las convocatorias imprescindibles al cuidado y el autocuidado por parte de instituciones que tienen la obligación de garantizar condiciones para que eso ocurra y sin embargo no lo hacen, resuenan como un eco moralista, que azuza el miedo y la incertidumbre. Cosa muy distinta es la insistencia con la necesidad de un diálogo social y político para construir eventuales acuerdos básicos que garanticen, aún en una sociedad donde existen intereses diversos y contrapuestos, un piso de consistencia elemental: el cuidado de la vida de todas y todos; y el ejercicio del derecho a discutir y decidir sobre qué tipo de convivencia queremos. Pero sobre esta convocatoria el gobierno una y otra vez hace oídos sordos y el Presidente llega a preguntar: “diálogo, ¿para qué?”.
A la escalada de muertes y saturación del sistema sanitario que se pretende negar o relativizar, se le suceden gestos políticos que irritan, como la negativa a planteos razonables que buscan garantizar el ejercicio del derecho a recolectar firmas para un recurso de referéndum, en un contexto de emergencia sanitaria y donde hasta el derecho de reunión está restringido.
Ninguna de estas actitudes es casual. La explicación parece clara: la coalición de gobierno, o al menos quienes dirigen su derrotero, no están dispuestos a frenar la ejecución de su proyecto de clase aunque esto implique agudizar los problemas y limitar enormemente el menú de alternativas para atender una emergencia real en la que se nos va la vida. Son más fundamentalistas que el FMI y no quieren perder la oportunidad de construir su Uruguay, con pocos y para pocos. La pandemia resulta operar, incluso, como una suerte de cobertura para ese propósito.
Basta analizar los datos sobre exportaciones para observar que durante este último año, segmentos importantes del capital han ganado todavía más que antes. También ganaron más por la devaluación. Y por efectos concretos de una política de gobierno que tiene por objetivo fundamental que ganen más, aún a costa de las mayorías sociales, a las que se les recortan derechos y conquistas democráticas, y también salarios y jubilaciones. A los sectores que se enriquecieron no se les pide una sola contribución especial acorde a su capacidad, y sin embargo se apela a gravámenes sobre el trabajo. Ajuste sobre ajuste, y palos sobre palos.
La LUC que parcialmente queremos impugnar, es también una pieza central de ese proyecto concentrador que tiene beneficiarios claros, y que por esa misma razón se torna inevitablemente antipopular.
En este escenario no podemos confundirnos: la defensa de la vida es una opción que requiere coraje y determinación. Y por eso, para dialogar en serio, tenemos que estar todas y todos convencidos de que sin vida no hay economía ni política viable, salvo que no importe sacrificar a muchos para cuidar las ganancias de algunos, o salvo que se siga pensando que la vida de todos/as va a mejorar por el automatismo del mercado si a los que tienen mucho les va todavía mejor.
Esta última hipótesis, tan ideológica como históricamente fracasada, es la que sostiene que bien vale el sacrificio de salario por empleo, o la pobreza “transitoria” de cientos de miles de trabajadoras y trabajadores, si después el mercado va a derramar prosperidad y pondrá las cosas en su lugar. Es la misma que desmaterializa la pobreza y afirma que para dejar de ser pobre hay que tener voluntad, esforzarse y salir por propios méritos, aunque el orden social todos los días te condene al frío y la miseria. Esta hipótesis hoy, como siempre, implica sacrificar – de mil maneras- salud y vida, pero por estos días se nota más porque los muertos se cuentan de a decenas. En definitiva, se trata de una política que, más allá de las intenciones de quienes la defienden y practican, carece de la más mínima empatía con el sufrimiento social y es por sus consecuencias absolutamente criminal.
En Uruguay estamos viviendo una crisis sanitaria, económica y social sin precedentes. El resto del mundo también sufre la pandemia pero muchos países han decidido transitarla de otra manera. Y otros, a consecuencia de una brutal desigualdad consolidada en siglos, ni siquiera tienen acceso a las vacunas, al agua o a la asistencia sanitaria, que también son objeto de transa y de mercado.
La lógica capitalista es una lógica suicida: al socavar la vida para extraer más y más ganancias, destruye tendencialmente la condición más elemental de su propia reproducción. Es decir, como humanidad, ocupados en el cálculo de beneficios de unos pocos ricos, seguimos cortando la rama sobre la que estamos sentados, y todo lo que producimos – por más elemental que sea para vivir – termina siendo de algún modo privatizado.
Nosotros seguiremos diciendo lo que creemos es justo, aunque a algunos les parezca trasnochado. Continuaremos además apelando al sentido humanista -o al menos humanitario- de cada uno y cada una, sin importar su clase social ni cualquier otra condición, para advertir que en última instancia se trata de elegir entre la lógica del capital y la lógica de la vida. Si bien las consecuencias devastadoras de no asumir este mínimo ético también serán desiguales, el egoísmo y la avaricia no ponen a salvo a nadie y arriesgan en última instancia la vida de todas y todos, porque el problema no es individual y la solución tampoco puede serla.