Escribe Pablo Oribe | Secretario de comunicación y mensaje político
“La pregunta no es nunca si un individuo es bueno, sino si su conducta es buena para el mundo en que vive. El centro de interés es el mundo y no el yo”. Hannah Arendt, Responsabilidad Colectiva.
“Resulta difícilmente concebible que la sociedad moderna, que arrancó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedentes, acabe en la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas por la historia”. Hannah Arendt, La condición humana.
Estamos acostumbrados a pensar la política en términos de derechos; el derecho a elegir mediante nuestro voto, a refrendar o rectificar a través de una firma las decisiones de los gobiernos, etc. Sin embargo, la política también entraña obligaciones, ya que en tanto sujetos políticos estamos llamados a asumir un compromiso activo con la vida pública.
Desde ya, no es habitual pensar la vida política de esta forma. Para ilustrar dicha afirmación, vamos a detenernos en una frase muy extendida y que probablemente todos dijimos alguna vez: “yo no soy quién para juzgar”. Aparentemente inocua, esta máxima oculta una gran indiferencia frente al mundo exterior, así como desinterés por lo que le sucede al otro. Es, además, una de las consecuencias del modo de vida contemporáneo, en el que prima el individualismo y el afán por proteger el equilibrio de la esfera privada. En la sociedad de masas que habitamos, al padre de familia se le inculca el deber de defender lo suyo a cualquier precio, lo que implica despreocuparse por lo que sucede en la esfera pública, es decir, lo que afecta al conjunto de la sociedad. Al contrario de lo que indica la famosa frase, todos deberíamos juzgar en el sentido de discernir lo que está bien de lo que está mal: la renuncia a ese juicio moral y ético conduce a la tolerancia frente a la injusticia y la indiferencia frente al sufrimiento ajeno.
Para la filósofa política Hannah Arendt, un buen ciudadano es aquél que se hace cargo del mundo, que ejercita su facultad de juicio y su capacidad de pensar por sí mismo. El ser irreflexivo, incapaz de pensar y que se niega a discernir es el origen de lo que ella llama “el mal banal”. Este mal surge en un mundo en que los ciudadanos evaden sus responsabilidades como sujetos políticos y en el que la destrucción del espacio público por la primacía del individuo imposibilita el juicio sobre cuestiones de interés común.
Nuestra responsabilidad como sujetos políticos se extiende hacia el pasado y el futuro. Hacia el pasado porque debemos conocer nuestra historia y ser guardianes de la memoria, a fin de evitar que se repitan la violencia y las injusticias. Hacia el futuro, nuestra obligación es evitar la desaparición de lo común y de la pluralidad. Arendt utiliza un término muy bello para designar estas responsabilidades, el amor mundi, que nos remite al amor por el otro y sus diferencias.
Por el contrario, un mundo donde nos negamos a pensar, donde aceptamos y consentimos desde el conformismo, está expuesto a la propagación del mal, como parte de lo cotidiano, en forma de desigualdad, injusticia y odio.
La política es entonces una actividad exigente: requiere ciudadanos que se informen, deliberen y actúen; que se interesen y participen. Exige ciudadanos comprometidos que se sientan y hagan responsables por lo que sucede en el mundo.
Por todo lo anterior, resulta sumamente peligrosa la crisis de confianza que vive la política y que las figuras públicas “anti-establishment” quieren inocular. Dicha crisis es un rasgo característico de la sociedad de consumo, junto con el desarraigo, el aislamiento, la alienación con el mundo, el conformismo y la pérdida del espacio público.
No es más ni menos que el “sálvese quien pueda” que nace del extrañamiento del individuo ante lo común, el espacio compartido. El mundo del trabajo moderno constituye el caldo de cultivo perfecto ya que deshumaniza al hombre promoviendo la competencia y la búsqueda de intereses individuales, en detrimento de la empatía y la solidaridad. En consecuencia, podemos decir que el individuo es lo contrario al ciudadano: el primero está asilado en sus intereses de confort y consumo, mientras el segundo mantiene un compromiso activo con el mundo.
Desde el Frente Amplio, debemos combatir la deslegitimación de la política y la desafección del ciudadano a través de su involucramiento activo e intenso en la vida pública. Es decir, la crisis de la política se debe combatir con más política, más participación y más democracia. La invitación es a reconstruir espacios públicos de libertad entendiendo la política como el mundo compartido. Siguiendo a Hannah Arendt, nuestra obligación, como sujetos políticos y miembros de un partido popular, es estar políticamente en el mundo, es decir, comprometernos con él y hacer uso pleno de nuestras facultades políticas: pensar, juzgar y actuar.