La ética de los poseedores y el espíritu de la plutocracia

Escribe Gonzalo Civila

“El problema de la propiedad, antes de ser un problema de bienes a repartir, es el problema de una situación humana. Es menos un problema de las propiedades que un problema del propietario…El tener es un sustituto degradado del ser. 

Se tiene lo que no se puede ser…”

Emmanuel Mounier, Nota sobre la propiedad. 

   Max Weber escribió hace más de un siglo un célebre libro titulado “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Aprovecho la introducción de esta breve columna para recomendar la lectura de aquella obra, y atrevidamente tomo prestada la estructura de su título para encabezar estas modestas y apuradas reflexiones. Dicho esto, voy al punto. 

  En Uruguay llevamos ya un año de gobierno antipopular. No voy a extenderme aquí en la caracterización del proyecto de clase que este gobierno expresa pero, a efectos de contextualizar los comentarios que siguen, intento resumir muy sucintamente lo que nos toca padecer: se trata de un gobierno dedicado a beneficiar a minorías privilegiadas (que muchos de los propios gobernantes integran), en detrimento de las mayorías sociales. Las minorías que el gobierno defiende son nada más ni nada menos que las clases poseedoras del Uruguay, o dicho de otro modo, la burguesía, y particularmente sus sectores más concentrados, cuyos intereses inmediatos se encuentran además indisolublemente ligados a otros intereses aún más poderosos y transnacionales. 

   En una mano ajuste y palos, salarios y jubilaciones reales en caída, más de 100 mil nuevos pobres, 60 mil nuevos desempleados, 10 mil PYMES quebradas y pequeños productores desamparados, achique del gasto público y deterioro de los servicios y empresas estatales; en la otra, devaluación, “libertad financiera”, y medidas (u omisiones) permanentes para cuidar la tasa de ganancia de los grandes exportadores y proteger a un puñado de actores económicos. De continuar esta política, que no la decidió la pandemia sino el gobierno, se evalúan en 5 mil millones de dólares las transferencias de los pobres y asalariados al capital a lo largo del quinquenio. Son Robin Hood pero al revés.

   Como ya lo hemos expresado, no adjudicamos este sesgo gubernamental a la perversidad del elenco dirigente, sino a una pertenencia social y a una ideología según la cual quienes generan el valor son los poseedores y solamente beneficiándolos a ellos se puede ordenar razonablemente la economía, porque “así funciona el mundo”. En definitiva, en lo esencial este es un gobierno de ricos y para ricos, o – sin utilizar el término en un sentido técnico – una forma de plutocracia. Con esto no queremos decir que el gobierno anterior, el nuestro, haya sido un dechado de virtudes anticapitalistas ni que haya torcido las leyes y tendencias del sistema, pero claramente por composición y por ideología – aún con muchas contradicciones y límites a cuestas – se propuso y logró una serie de reformas y movimientos redistributivos que hoy la coalición oficialista pretende destruir. 

   Karl Marx y Friedrich Engels escribieron en El Manifiesto que “el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa”. Esta formulación, aunque no la tomemos como una afirmación absoluta y determinista, nos ayuda a explicar porqué la transición hacia una sociedad nueva no puede pensarse sólo ni principalmente como producto de la acción gubernamental-estatal. Pero ahora nos interesa otro punto: cuando la burguesía maneja directamente los resortes de poder del Estado, no se cansa de generar evidencias a favor de aquella vieja y denostada tesis. Dicho de otro modo: hay aquí una forma de corrupción sistémica, estructural, porque en lugar de gobernarse para los mandantes se gobierna para sí mismo, en tanto individuo y en tanto clase dominante. Cuando esta forma autorreferencial de ejercer el poder se naturaliza y hasta se convierte en programa político, es de esperar que los actos cotidianos de gobierno estén plagados de decisiones que directa o indirectamente consolidan o fortalecen privilegios particulares de los propios gobernantes. 

    Todo lo anterior no resulta ser tan obvio, o a veces – producto, entre otras cosas de las desviaciones de las fuerzas y gobiernos populares – no ha resultado ser tan claramente distinguible. Por eso cuando se conocen actos donde el auto-beneficio es inocultable, el impacto parece ser mayor que el que provoca la denuncia diaria de una política sistemática de saqueo y redistribución regresiva. 

     Debemos ser claros: los hechos acontecidos en las últimas semanas son parte de un estilo y una lógica de poder. Al conocerse la que queda expuesta es la naturaleza misma del gobierno. Eso también explica otra característica de su accionar: el celo exagerado por las apariencias, mucho más que por el ser o la sustancia de las cosas. Y no nos referimos a la legalidad de los actos (que ameritaría otro análisis) sino a un factor eminentemente ético. Cuando el Presidente de la República dice que no ve un problema en la exoneración fiscal concedida por su propio gobierno, bajo la firma de la Ministra de Economía, a la empresa del director general de la OPP, pero entiende – ¡una vez que se hizo pública la resolución! – que el beneficiario debe renunciar a esas ventajas porque “no son convenientes”, ¿a qué conveniencia se refiere? ¿habla en el plano del ser o en el del parecer? Las mismas preguntas aplican a sus declaraciones sobre los dichos del ex director de ASSE, y a sus declaraciones y decisiones sobre hechos análogos anteriores. 

    No hay contra-ataque ni explicación formal que pueda hacernos perder de vista que estos no son hechos puntuales: la ética de los poseedores, de los que viven por y para consolidar y acrecentar sus propias ventajas, es radicalmente distinta a la ética que le da sentido a nuestra lucha. Y esta es una discusión política fundamental porque sobre ética no hay una única palabra. Para nosotros no corre el hacer uso de ventajas o beneficios mientras nadie se de cuenta, por más que las clases dominantes hayan convertido en “sentido común” el ventajismo. También decimos, otra vez, que las formas endémicamente corruptas de proceder de los sectores privilegiados o la naturalización de las concepciones individualistas y fetichistas del poder que ellos profesan, no son ni serán nunca razón para minimizar o justificar las desviaciones de integrantes de nuestras fuerzas hacia ninguno de esos terrenos. Por el contrario, esas desviaciones son doblemente graves porque además atrasan la comprensión social de estos fenómenos.

     La nuestra no es una tarea sencilla y exige mucha valentía, fidelidad y autovigilancia.“El tener es un sustituto degradado del ser” dice la frase de Mounier que elegimos para el acápite, y en el espíritu de la plutocracia – como en el del capitalismo – no hay nada que valga más que el propio dinero y el propio poder, porque como también dijera Marx “la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”. A las y los militantes del cambio social nos toca rescatar al ser del tener, al mundo humano del mundo de las cosas, con nuestro propio testimonio y con la denuncia frontal de esta degradación. Se tratade una batalla moral, la de la “santa rebeldía”. Como en las ollas e iniciativas populares, como en la juntada de firmas contra la LUC, como en las mil tramas solidarias y organizadas del pueblo, que son un grito de denuncia y también un signo ético de insubordinación y de esperanza.