Escribe Estefanía Yacosa | Brigada Marx Attack
Recientemente, algunos intelectuales han señalado que estamos en una época de las pasiones tristes, un tiempo nuevo y diferente donde el régimen de desigualdad se amplía incorporando otras dimensiones, que no dejan de ser políticas. Estas nuevas dimensiones -que de nuevas no tienen nada- son una serie de realidades conflictivas que las izquierdas han desconocido históricamente y que ya no admiten la menor demora.
Antes de seguir necesitamos acordar en algunas ideas: ¿A qué nos referimos con este nuevo régimen de desigualdad? En principio, se trata del mismo régimen de desigualdad entre clases sociales, estructurada por las relaciones de poder económicas y políticas. Ahora bien, lo innovador que señalamos ahora es que las clases sociales –más concretamente la clase trabajadora– son como grupos humanos, sumamente heterogéneos, estando no sólo caracterizados sino determinados por diferencias internas tan profundas como separadoras. Es decir que, si bien hay cuestiones relativas a lo material que diferencian a trabajadores de capitalistas, también hay importantes y cruciales diferencias entre los trabajadores y las trabajadoras. Y ocurre que, de no interpretar estas realidades, no sólo no transitamos a la deconstrucción de nuestra fuerza política, sino que también provocamos una cierta destrucción de esta como propuesta de futuro.
Algunos compañeros y algunas compañeras, -más de los que quisiéramos reconocer- sienten cierta nostalgia de tiempos pasados en los que nuestra sociedad era más homogénea: donde las desigualdades sociales parecían inscriptas en el orden estable de las clases y sus conflictos. Incluso, entienden que ciertas formas de los colectivos o movimientos de transitar sus luchas feministas, raciales, de diversidad sexual y de género y también ecologistas, van en contramano de las luchas de los trabajadores. Interpretan que se distrae a la clase trabajadora de lo que la une. Señalan con suficiencia -y cierta peligrosa soberbia- que “el código postal marca más desigualdades que el género”. Si bien es enorme el rechazo que esta perspectiva nos provoca a algunos militantes, necesitamos hacer el esfuerzo de empatizar con este pensamiento para poder darle batalla. Tenemos que replicar que justamente, cuando pensamos en la clase trabajadora realmente existente, nos encontramos con un inmenso precariado de los servicios y la logística, -no de la industria- formado fundamentalmente por mujeres y migrantes, y por no pocos gays, lesbianas, trans, negros y marrones. Dentro de esta clase trabajadora, hoy en día no dejan de multiplicarse las brechas, las segmentaciones y las desigualdades, como si cada individuo estuviera surcado por varias de ellas. La diversidad es hoy -como ayer lo era en las sombras- la forma de la clase obrera.
Por otro lado, -y quizás como consecuencia de lo anterior- si bien es cierto que en el progresismo existe consenso acerca de su deber ser diverso, ecológico, feminista y promotor de la justicia social, en la práctica ocurre que no se logra compatibilizar todas esas luchas en una sola. Podríamos decir que tenemos serias dificultades en articular una “lógica de las equivalencias” en la que podamos sintetizar las diversas desigualdades que nos atraviesan a las personas, y que no necesariamente compartimos homogéneamente dentro de nuestros lugares en la cola de distribución del ingreso. De hecho, las referidas luchas sólo encuentran puntos de intersección inestables. Por ello, solemos desconcertarnos pensando que las causas “posmateriales” van por un lado y las “materiales” por el otro. El problema de haber ignorado estas diferencias es que ahora nos encontramos no sólo ante la necesidad en términos electorales sino ante el deber moral como socialistas de repensarnos ideológicamente, para ser fieles a nuestro principio de justicia social.
En esta oportunidad, entiendo necesario hacer más referencias acerca del feminismo, que no sólo constituye parte del núcleo duro del pensamiento de izquierda, sino que también opera como blanco de los dardos de la derecha económica en lo liberal y conservadora en lo social. En relación con lo social, recordemos que el movimiento feminista es la principal barrera contra la extrema derecha en todo el mundo, y que por ello su combate tiene un lugar central en el programa de las derechas. Pensemos en las iniciativas reaccionarias a la agenda de derechos, que apuntan directamente tanto hacia las políticas de interrupción voluntaria del embarazo, las reivindicaciones de las personas trans y los avances en lo relativo a la pensión alimenticia, al tiempo que también impulsan un retroceso al reconocimiento de los derechos de las infancias a través del proyecto de tenencia compartida y del ataque sistemático a lo que llaman despectivamente la “ideología de género”. Por tan sólo mencionar algunas de las acciones más recientes y evidentes.
En lo que respecta al feminismo como blanco de la derecha en el campo económico, debemos observar su rol en las transformaciones culturales que se han dado lugar en las últimas décadas. Estos cambios, que afortunadamente han adoptado un ritmo más acelerado en los últimos años, han modificado la concepción de la familia. Esto tiene importantes consecuencias en la economía, ya que la familia tipo (padre trabajador y madre ama de casa, ambos debidamente casados y con hijos) es una institución clave en la reproducción de la sociedad, y por ende, en la reproducción del capitalismo. Desde los mismísimos inicios del capitalismo como sistema económico fue clave el rol de la mujer en el hogar, realizando las tareas necesarias para que se reprodujera la fuerza de trabajo del hombre. Es decir que esta reproducción de la fuerza de trabajo recaía en compensar en la familia lo que no lograba obtener a través del trabajo, dada la sustracción de la plusvalía por parte del capitalista.
Hoy en día podríamos responder que esta realidad se encuentra matizada por las políticas de los Estados de bienestar (si existen en países no industrializados o con fordismo periférico es otra discusión), o por ejemplo por las políticas del sistema de cuidados que impulsó el gobierno del compañero Tabaré Vázquez. Sin embargo, recordaremos que fue lo primero en ser desmantelado por el gobierno actual. Si agregamos el hecho de que los hogares hoy en día suelen ser monoparentales -o siendo más justos con el lenguaje, hogares de madres solas criando a su gurisada- y que esas madres deben procurar su propia reproducción de su fuerza de trabajo, al mismo tiempo que le deben asegurar vivienda, comida, educación y vestimenta a sus hijos, suena bastante desleal a su lucha diaria decirles que sus vidas están más atravesadas por el código postal que por su condición existencial de mujer.
En los cambios de la concepción de familia en la sociedad es donde vemos, como en tantos otros espacios, que el feminismo está para romper toponimias de poder, no para reproducirlas. También observamos que el feminismo es inclusivo en sentido amplio: defiende diversas luchas contra diversos malestares que aquejan a la sociedad. Y como dijera Rosa Luxemburgo, el feminismo es por definición antibelicista y antifascista.
Por esto y por mucho más, es hora de que dejemos de decir que “todos queremos políticas de equidad, pero no es el momento”. Ya no se admite la menor demora. Es fundamental que, para pensar el futuro, hoy nos demos el tiempo y el lugar a la reflexión ideológica. Recién entonces podremos salir a la pelea ideológica con el orgullo del que duda, de quien se hace preguntas a sabiendas de que al principio navegará contra el viento. Recordemos que sólo los peces muertos siguen la corriente.