Escribe: Gonzalo Civila | Secretario Gral. del PS
El título de esta columna tiene la doble y curiosa cualidad de ser raro y archiconocido, como todo lo que viene de lejos pero sigue siendo nuevo, como todo lo que “desde el fondo del tiempo (trae) otro tiempo”. El concepto lo podemos encontrar de distintas formas – más o menos explícitas- en el campo de la historia, de la filosofía, del arte, de la teoría política, de la psicología, de la pedagogía y de la teología. El enunciado paradojal que encabeza este texto tiene reminiscencias cristianas y marxistas, lo ubicamos en Pablo de Tarso, en Karl Marx y hasta en Vivian Trías que cierra con el siguiente párrafo su obra “La crisis del imperio”: “En circunstancias tan grávidas de cambios, no se debe olvidar la lúcida enseñanza de Carlos Marx acerca de que las grandes transformaciones sociales ocurren más que por la debilidad de los fuertes, por la fortaleza de los débiles. Y los débiles no son minorías audaces y heroicas, sino las masas populares explotadas y humilladas; desposeídas de su pan, de su dignidad y de su patria”.
Esta idea se da de bruces con el imaginario hegemónico sobre el poder pero además interpela todas nuestras cómodas, burguesas, patriarcales y mediocres aspiraciones de estabilidad y orden.
¿Cómo le vamos a pedir a los satisfechos, a los que nunca se sienten débiles, a los adaptados, a los moderados, a los calculadores que se especializan en decir “hasta acá”, a los que creen no necesitar de nada ni de nadie por fuera de sus muros, que quieran cambiar algo? ¿Cómo vamos a esperar que estructuras rígidas, acabadas y seguras de sí mismas den respuestas nuevas a una crisis que les pasa a la vez por arriba y por el costado? ¿Cómo podemos pretender que un poder, cualquiera sea, que presume de su fortaleza, de su capacidad de combate y de su seguridad, se revise a sí mismo por propia iniciativa? ¿Si estás “completo” para qué cambiar?
Las grandes transformaciones son hijas de la insatisfacción y del desorden. Y del amor que no se estanca. Y de los sueños de libertad, que tampoco se caracterizan por una lógica de puro realismo. Hay que experimentarse débil para sentir el aguijón, y para animarse.
Hoy en Uruguay las ollas gritan. Gritan porque denuncian con su sola existencia que la desigualdad es demasiado grande, gritan porque se juntan y entonces su voz se escucha en la esfera pública. Cuando las ollas se agrupan ya no son otros los que hablan por ellas, cuando los barrios se organizan ya no se contentan con una ayuda externa de los satisfechos que cada tanto abren la ventana para no asfixiarse, ni siquiera se bastan con la solidaridad delos buenos de toda condición. Cuando las ollas y los barrios se agrupan, con sus contradicciones y sin romanticismos, son un actor con voz propia. Y esto le molesta mucho al poder. Al de los ricos y al de los tecnócratas de todo tipo y color. Por eso se fastidian, las miran con lupa, las desprestigian, las quieren dividir o someter. Y si es posible usarlas para tapar sus propias inmundicias.
Sabemos que los cambios verdaderos no van a nacer de la debilidad de los fuertes, sino de la autogestión y la lucha de las y los débiles haciendo de su debilidad fortaleza. Podemos sospechar que eso está pasando cuando los fuertes – incómodos y cuestionados – reaccionan con inusitada violencia. La política de la dignidad va a parir otro tiempo.