Escribe Estefanía Yacosa
Los Tratados de Libre Comercio (TLC) son una práctica de política exterior que tuvo su auge en la década de los años 90, llegando para quedarse. Muchas veces hemos escuchado que en sí mismos, los TLC no son “ni buenos ni malos”. Sin embargo, pocos ejemplos “buenos” existen de TLC. Sin entrar en apresuradas evaluaciones políticas acerca de la idea del bien y del mal en política exterior (ese reduccionismo nos llevaría a conclusiones tan xenofóbicas como absurdas), podemos considerar algunas cuestiones que nos permitan entender mejor qué significa y qué implicancias puede tener un acuerdo de esta envergadura.
Muchos recordarán que hace años atrás el compañero Tabaré Vázquez manifestaba en China la intención del Gobierno uruguayo de avanzar hacia la firma de un TLC con este país. Esto fue motivo de muchas diferencias a la interna de nuestra fuerza política, lo cual, sumado al rechazo de algunos socios del bloque, y la consecuente negativa de China a avanzar en negociaciones ante ese escenario, frenó el empuje. Esto no significó una caída de las exportaciones, al contrario, siguieron creciendo, así como también las importaciones procedentes de allí. Desde este momento y hasta hoy, los vínculos con China se fortalecieron en otro plano: aumentaron considerablemente las iniciativas y prácticas de cooperación internacional en la educación y entre instituciones del segundo nivel de Gobierno. También es importante notar los intercambios que ha tenido el Frente Amplio con el Partido Comunista Chino, en los que muchos de nosotros hemos participado virtualmente en el último tiempo.
El momento en el que Tabaré anuncia las intenciones de negociar un TLC era bastante diferente al de hoy. No solo era un tiempo político distinto, caracterizado por los progresismos latinoamericanos, sino que era un momento particular en el mercado internacional de bienes primarios, los conocidos como “commodities”. Cuando China alcanzó niveles de crecimiento económico inéditos, y avanzó en su plan de desarrollo hacia la profundización de su industrialización, comenzó a demandar más materias primas para continuar su senda de crecimiento. Como las proporciones chinas son inmensas, el impacto en el mercado fue un alza sostenida de los precios de los commodities, lo cual, sumado al incremento del volumen exportado, implicó enormes entradas de divisas (dólares) a los países latinoamericanos. Así no sólo se enriquecieron los exportadores de materias primas en todo el continente (fueran exportadores de minerales o exportadores de ganado o soja), sino que la recaudación fiscal fue considerable. Con esa recaudación se pudieron sostener revolucionarias políticas de redistribución del ingreso, así como muchas otras políticas de la agenda social del progresismo. Si bien esto constituyó un enorme avance hacia la justicia social a la que apuntamos como socialistas, es fundamental entender que esas políticas sociales se sostenían en unos ingresos fiscales volátiles, y en el mantenimiento de la satisfacción de los sectores agroexportadores. Esto último significa que en tanto se mantuvieran atendidos los intereses de los agroexportadores y no se afectara a su lado de la balanza del conflicto distributivo, se mantenía la viabilidad de esas políticas. Pero yendo más lejos, lo que se pone en juego es la mismísima permanencia de nuestros gobiernos, porque apenas bajaron los precios de las materias primas (y los enormes niveles de ganancia de la explotación del suelo), todos los gobiernos de la región cayeron en manos de la derecha.
Otra cuestión a tener en cuenta durante este período de auge de los intercambios comerciales con China es el relativo a su composición. Uruguay es sumamente bueno produciendo productos primarios agropecuarios (carne, ganado, soja, lácteos, madera en bruto, lana sin procesar) y China lo es en productos industriales y tecnologías en general. Nuestros intercambios, si son dejados al libre funcionamiento del mercado, -es un tratado de libre comercio– serán una renovación del típico intercambio comercial desigual que los países en desarrollo mantenemos con países industrializados y más avanzados. Estos intercambios no sólo profundizan las asimetrías económicas y políticas entre Uruguay y otros países, sino que también profundizan las asimetrías a la interna de nuestro país. El hecho de que las ganancias en los productos agropecuarios sean tan elevadas, y la posibilidad de gestionarlas tan limitadas, elimina cualquier posibilidad de diversificar la economía, hacia una estructura que permita más trabajo y de mejor calidad. Pensemos por ejemplo en las dificultades que han existido para que los agroexportadores paguen el Impuesto de Solidaridad, y en las reivindicaciones de Un Sólo Uruguay. Por otro lado, también ocurre que difícilmente haya inversores que deseen invertir en algo que no sea el agro en gran escala, y que difícilmente el Estado pueda redirigir el interés del capital hacia inversiones que generen trabajo de calidad. El sector industrial ya ha demostrado tener enormes dificultades para desarrollarse con o sin apoyo estatal, es sabido ya por todos el fracaso industrialista del siglo pasado. Por todo esto, debatir integración, debatir con quiénes tenemos vínculos comerciales y cómo los mantendremos, es necesariamente pensar en modelos de desarrollo: qué vamos a producir, quiénes, y para qué. Es decidir qué calidad de empleo queremos para nuestro pueblo, qué salud, qué educación y qué democracia queremos. Nuestro flamante presidente sostuvo que el objetivo de este TLC es que “compatriotas puedan desarrollar, competir, triunfar con potencias más importantes del mundo”, y que habrá un “estudio de prefactibilidad” que “se espera terminar a fin de año para ver cuales sectores serían los sectores más gananciosos”. Si bien no podemos sacar conclusiones negativas a priori, sin acceder a los borradores de la negociación, si podemos observar que el discurso es bastante claro. No se busca favorecer sectores que fomenten el empleo de calidad, se busca continuar la primarización de la economía uruguaya, porque es a esos sectores primarios a los que el gobierno actual representa. Un TLC, si beneficia a los agroexportadores, promueve el crecimiento de una burguesía que tiene una perspectiva bastante interesante: se representa por el partido “Nacional”, del cual parece que su interés nacional es solo el de los agroexportadores, no el del trabajador uruguayo. Es una forma muy particular de ver y entender la patria.
A pesar de este escenario de elevada complejidad para el desarrollo económico, político y social del resto del Uruguay, sí podemos pensar en que existen alternativa. De hecho, es posible coordinar regionalmente políticas de promoción a ciertas industrias en las que existen ventajas o posibilidades favorables. Es aquí que entra nuestra siguiente consideración: ¿Qué pasa con el MERCOSUR si firmamos un TLC unilateralmente con China?
¿Qué pasaría con el MERCOSUR?
En primer lugar, es importante destacar la poca capacidad negociadora de Uruguay en estas circunstancias. Cuente o no cuente con buenos negociadores, las evidentes asimetrías de poder entre ambos países caracterizarían cualquier acuerdo. ¿Qué margen tiene Uruguay para negarse a cláusulas que consideren perjuiciosas las autoridades? Prácticamente ninguno. Si bien estaríamos en el plano de las conjeturas, el acuerdo posiblemente sea puesto sobre la mesa por China, y si resulta benevolente, quizá sea por la misma intención china de no perjudicar el desarrollo uruguayo, por no estar entre sus intereses.
La capacidad negociadora de un país en desarrollo de 3 millones y medio de habitantes es amplificada cuando negocia en bloque, actuando a través de plataformas como el MERCOSUR. De hecho, eso fue lo que ocurrió con el acuerdo con la Unión Europea. La posibilidad de ir hacia un acuerdo entre el MERCOSUR y China se ve obstaculizada por la permanencia de los vínculos entre Taiwán y Paraguay. El vecino país es uno de los últimos bastiones taiwaneses en el continente, ya que China le ha disputado prácticamente todos los vínculos a Taiwán. Lo que ocurre es que China, a la hora de establecer relaciones diplomáticas con otros Estados, exige el fin de los vínculos diplomáticos con su histórico rival, Taiwán. Por esta razón, la viabilidad de un acuerdo China-Mercosur se encuentra truncada.
Respecto de las reacciones de los demás socios del MERCOSUR, encontramos posturas divergentes. La importancia de estas posturas se origina en la conocida decisión 32/00, por la cual los miembros del MERCOSUR no pueden negociar acuerdos de comercio con países externos sin la aprobación de todos los miembros del bloque. Esta medida tendería a fortalecer la integración regional buscando generar una política comercial externa común, pero en el escenario actual su efecto podría ser el contrario. El gobierno uruguayo ha manifestado la voluntad de “jugar solo” con otros países, recibiendo duros -y acordes- cuestionamientos desde Argentina, quien recuerda el contenido de la decisión 32/00. Uruguay apela a este argumento recordando que la medida no fue ratificada por el Parlamento. En cualquier caso, no es una cuestión jurídica la que limita negociar unilateralmente con terceros, sino que es una cuestión política. Bien sabido es que a lo jurídico se le “encuentra la vuelta” cuando está la voluntad política. Por otro lado, el Brasil de Bolsonaro apoyaría la iniciativa uruguaya, queriendo liberalizar en general el MERCOSUR. Sin embargo, es necesario recordar que en el próximo año habrá elecciones nacionales en ese país, y posiblemente gane el compañero Luis Inácio Lula da Silva. Si esto ocurre, difícilmente la postura brasileña se mantenga. Esto explicaría el apuro del presidente Lacalle, sumado a los conflictos que seguramente surjan de cara al Referéndum para anular la LUC, y las naturales discordias de la coalición multicolor, que eventualmente desequilibrarían al gobierno nacional.
Restándole importancia, Lacalle afirmó que no cree que haya problemas con los socios del Mercosur y que si hay molestia, será algo que no pase de eso. Si bien, difícilmente ocurra que Uruguay se vaya del MERCOSUR por esta decisión, es cierto que daña muchísimo a su prosperidad. Le quita sentido, entierra el proyecto político de integración que podría dar solución a muchos problemas comunes de nuestros pueblos. Igualmente, el MERCOSUR tampoco es equiparable a la “patria grande”: recordemos cuándo fue construido este proyecto. Esto no quiere decir que en los pueblos no exista este sentimiento de unidad, de solidaridad y hermandad. Significa que los gobiernos suelen representar otros intereses, los intereses de las burguesías nacionales, los cuales no suelen ser los mismos que los del pueblo.
En síntesis, el problema no está en el exterior, no está en China. Sus intereses si bien pueden perjudicarnos, no tienen el mismo efecto que el imperialismo injerencista estadounidense o inglés en el pasado. Uruguay es un país remoto para China, en el que solamente está interesado por cuestiones estratégicas: es la entrada a un mercado regional mayor, del que piensa abastecerse y de paso vender bienes industrializados. Nuevamente, no se trata de hacer reduccionismos al pensar la globalización. Se trata de entender que la historia de nuestros pueblos ha sido más determinada por el poco apego patriótico de las burguesías nacionales que por las políticas imperialistas del exterior.