Chile: Del “oasis” a la pandemia, pasando por el “estallido social”.

Escribe: Osvaldo Rosales: Miembro del Comité Coordinador del Foro por un Desarrollo Justo y Sostenible. Desde Santiago de Chile.

Chile enfrenta un hito de quiebre en su historia. Su final aún no está escrito, pero se empieza a vivir el fin de un ciclo y el inicio de otro, de contornos aún inciertos.

La principal promesa del segundo gobierno de Piñera (crecer a un 4% anual) subrayaba sus tres reformas emblemáticas: tributaria, laboral y previsional. En rigor, se trataba de tres contrarreformas, toda vez que tres de ellas fueron justamente el emblema del segundo gobierno de Michelle Bachelet (marzo 2014-marzo 2018), reformas en las cuales se avanzó sólo parcialmente en las dos primeras. El objetivo de Piñera era retrotraer tales reformas, introduciendo más regresividad en los tributos y más flexibilidad en el mercado del trabajo.

Piñera asume en un clima de gran optimismo de la derecha y el gran empresariado, lo que impidió una mejor lectura del hecho de partir en minoría en el legislativo.1 El gobierno desató una campaña mediática insistiendo en que, de no aprobarse tales reformas, el crecimiento se vería amenazado. Lo hizo con tal intensidad que el efecto boomerang empezó a pasarle la cuenta. Pocas semanas antes del estallido social de octubre 2019, es decir, tras 18 meses de gobierno, estas “reformas” no avanzaban. Las expectativas empresariales se fueron deteriorando, afectando la inversión, en tanto débiles resultados en empleo y salarios frenaban la dinámica del consumo.

El asesinato de un comunero mapuche en noviembre 2018 fue el punto de quiebre. La versión oficial del gobierno y la policía fue tan grosera que, a las pocas semanas, quedó totalmente desvirtuada, desatando un fuerte conflicto político. Los malos resultados económicos del primer semestre 2019 y el fracaso en promover las reformas refundacionales llevan a que ya en agosto los principales gremios empresariales le bajaran la cortina al gobierno: “esto se acabó”, era una expresión recurrente. En marzo 2019, el feminismo logra una manifestación gigantesca, cuestionando ejes claves del neoliberalismo y del patriarcado machista en temas de aborto, protección a la niñez y, en general, derechos sociales, identidad de género e igualdad de hombres y mujeres en trabajo, salarios, cultura, política y sociedad.

Así se llega al “estallido social” del 18 de octubre 2019. El estallido parte con una protesta estudiantil por el alza en las tarifas del metro de 30 pesos (4,2 centavos de dólar, al cambio de ese mes). La frase más leída en las pancartas era “no son 30 pesos, son 30 años”, con lo cual se cuestionaba toda la transición democrática. Argumento injusto pero era inútil relevar el desempeño económico del período, la drástica reducción de la pobreza (desde 47% de la población a un 8%), la voluminosa expansión de las capas medias y el indesmentible incremento en la calidad de vida de todos los sectores sociales.

El vaso medio vacío destacaba el rechazo al maltrato, a la discriminación, a la desigualdad, al “apartheid” social. Indignación social frente a zonas de “sacrificio ambiental” donde la vida de miles de familias poco importaba frente a la primacía de la actividad industrial contaminante, sin reacción del estado. Indignación frente a escándalos institucionales, como fraudes millonarios en la policía y en el ejército; financiamiento ilegal de la gran empresa a partidos políticos de derecha y centro-izquierda; colusión empresarial en importantes sectores económicos, todos eventos donde la justicia miraba hacia el techo o imponía sanciones burlescas, tales como “clases de ética” para empresarios coludidos en negocios millonarios. El vaso de la indignación seguía llenándose.

En el masivo respaldo a la protesta estudiantil, con la manifestación de 1 millón y medio de personas en el centro de Santiago el 25 de octubre. Lo que primó fue el rechazo a datos estructurales del modelo económico, social y político: desigualdad social y distributiva, segregación social- territorial institucionalizada en la vivienda, áreas verdes, acceso a salud, educación, infraestructura y transporte y un sello clasista que campea en los medios y en la administración de justicia.

El boom de la educación superior desde mediados de la primera década 2000, asociado al crédito estudiantil, llevó a centenares de miles de jóvenes de ingresos bajos y medios bajos a ser los primeros de sus familias en ingresar a ese selecto grupo, atraídos por la promesa de la movilidad social. La contraparte fue una pesada deuda, difícil de servir, obligados a emplearse en actividades menores de comercio y servicios. Se sumó el fracaso de las AFP, sistema de capitalización individual, dado que el 50% de pensionados recibe una pensión inferior la línea de pobreza.

Las manifestaciones continuaron durante varios meses, por cierto, con intensidad variable y con numerosas víctimas de la represión. La demanda social, la denuncia por las desigualdades se tomó la agenda y durante meses, los canales de televisión, impermeables por décadas a esta situación, abrieron sus pantallas al clamor popular. En todo este proceso, los alcaldes jugaron un rol central. Por su propia tarea, más cercanos a la gente, solidarizaron desde el inicio con la protesta social y trataron de encauzarla, a través de cabildos y encuentros diversos y con un notable pluralismo político pues abarcaban alcaldes de derecha, centro e izquierda. En plena sintonía con la principal demanda, una nueva Constitución, llamaron a un plebiscito nacional para inicios de diciembre, evento que por restricciones constitucionales no sería vinculante pero que abriría espacio a la expresión del clamor popular.

Este llamado concita de inmediato un gigantesco apoyo y empiezan las organizaciones sociales a promoverlo. Esto gatilló la reacción del parlamento y del gobierno, quienes se veían desplazados por la acción de representantes locales, y así es como el 15 de noviembre se gesta el acuerdo por un plebiscito por una nueva Constitución, consigna popular de larga data y fuertemente resistida por la derecha y el gran empresariado. Las manifestaciones no se detuvieron hasta fines de febrero, transformándose en una tradición el encuentro de los días viernes a en la tarde en la ex Plaza Italia, rebautizada popularmente como la Plaza de la Dignidad. Y en eso llegó la pandemia….

El gobierno subestimó la gravedad del desafío sanitario. El ministro encargado, Mañalich, la calificó de “no más delicada que una gripe”, copiando a Bolsonaro. Sin explicitarlo, aplicó la estrategia de inmunidad de rebaño, buscando administrar el contagio y colocando el foco en la “última milla”, es decir, en clínicas y hospitales, provisión de camas críticas y respiradores mecánicos. El énfasis no estuvo en los ejes recomendados por la OMS, dado que la estrategia de testeos y trazabilidad obligaba a apoyarse en los servicios de salud de atención primaria, dependientes de los municipios y, por ende, restituyendo el protagonismo político a los alcaldes.

Los resultados de la gestión sanitaria fueron negativos y el ministro Mañalich sale del gabinete a mediados de junio. El gobierno implementó una estrategia de “cuarentenas parciales y dinámicas” por comunas, siempre primando la obsesión por no afectar la actividad económica.

El Foro por un Desarrollo Justo y Sostenible, ya el 18 de marzo, sugería la urgencia de: i) un Ingreso Básico Universal a las familias del 80% más pobre, al nivel de la línea de pobreza; ii) postergación del pago de cuentas y créditos; iii) subsidios y créditos sin interés a las pymes, postergándoles pagos de impuestos y contribuciones y iv) inyección de recursos a los municipios para reforzar la salud municipal, la asistencia social a las familias (provisión de canastas de alimentos y otras).

Estas medidas habrían: i) mejorado la eficacia de las cuarentenas (permitiendo que el máximo de las personas permaneciese en sus hogares, toda vez que el estado les proveería el ingreso necesario para su mantención, sin necesidad de salir a la calle a buscar el diario sustento), ii) defendido el nivel de la demanda, evitando un mayor desempleo2, iii) apoyado a las pymes, permitiendo la supervivencia de miles de ellas, las que, por razones de cuarentena o deterioro de la demanda, han debido paralizar temporalmente. Con esto, la recuperación post pandemia habría sido más rápida y menos traumática.

Chile tuvo esa oportunidad, pero el gobierno la desechó. De menos de 10 mil casos de contagio a mediados de abril, cuando era posible aplicar el paquete de medidas arriba mencionado, llegamos a los 350 mil casos de fines de julio y a un desempleo potencial que bordea el 35% de la fuerza de trabajo. Se espera una contracción económica de 7-8%; el desempleo efectivo (abierto más inactivos que desean trabajar) en torno a un tercio de la fuerza de trabajo; la pobreza que debiera crecer del 9 al 14% de la población.

Las medidas del gobierno para enfrentar la crisis económica y social han sido insuficientes, tardías y con mucha “letra chica”. Ello llevó a que, ante la emergencia, la oposición impulsase el retiro del 10% de los fondos AFP, iniciativa que concitó un apoyo del 80% en las encuestas y que fue aprobado en ambas ramas del Congreso con muchos votos del oficialismo. Se agudizó la crisis del gobierno; volvió a aprobaciones inferiores al 10%; sobreviene un cambio de gabinete, marcado por la presencia de personeros orientados a atizar el conflicto con la oposición y sin sensibilidad frente a las demandas ciudadanas, latentes desde el estallido y que sólo han conseguido aquietar las cuarentenas y el toque de queda nocturno por varios meses.

A fines de julio, Chile ostenta el triste record de ser país Top Ten en muertes covid por millón de habitantes y el segundo país en muertes covid por cada 100 mil habitantes, sólo superado por Reino Unido. Peor aún la pandemia ha desnudado el drama de la desigualdad. Ha quedado claro que no éramos un oasis en América Latina, como dijo Piñera semanas antes del estallido social. También que un elevado porcentaje de la población vive en condiciones de alta vulnerabilidad social; que las familias estaban sobre-endeudadas; que las “clases medias” son muy frágiles; que los impuestos no corrigen la elevada desigualdad distributiva y que, en fin, un largo lapso de crecimiento con alta concentración económica no conseguía mejorar la productividad ni la innovación. Parece llegada la hora de un cambio significativo de rumbo, asegurando mínimos sociales en salud, educación, vivienda y pensiones. Eso requiere una nueva Constitución.

Chile se acerca así al plebiscito constitucional del 25 de octubre próximo, justo un año después de la principal movilización en nuestra historia. Es de esperar que ello sea un augurio de que “más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas para que transite nuevamente por ellas el hombre libre” (S. Allende, 11-septiembre-1973).


1La dispersión de las fuerzas de la centroizquierda fue una de las causas de la derrota. Sumadas, cinco de estas candidaturas sumaron el 55% de la votación de la primera vuelta versus un 44,5% de la derecha (36,6% de Piñera y 7,9% de Kast, candidato de la ultraderecha).

2Las cifras indican que el trabajo informal y callejero abarca cerca de un tercio de la fuerza de trabajo, es decir, alrededor de 2,5 millones de personas que, en ausencia de un eficaz apoyo del estado, se vieron obligados a salir a la calle a buscar su sustento cotidiano, reduciendo la eficacia de las cuarentenas.