Escribe Gonzalo Civila | Secretario General PS
Las marcas de los abusos de poder son visibles. Se inscriben en las relaciones, en los cuerpos, en la ciudad. Son enormes las secuelas, las llagas abiertas, las situaciones de muerte. Se nos revelan bajo la forma de círculos de violencia, despojo y privación, menosprecio y maltrato, segregación, indefensión de unas e impunidad de otros, represión y encierro, indiferencia, alienación y descarte, propagación de relatos engañosos que se introyectan hasta convertirse en tramas más o menos sutiles del autoengaño. Todo lo que nos quita libertad.
Cualquier acto de abuso, cometido en cualquier lugar del mundo, es una ofensa a la dignidad humana, a la dignidad de la víctima directa, y también a la dignidad de una comunidad, de un pueblo, de la humanidad. Y esos actos no son aislados. Las estructuras que habitamos y reproducimos, sus peores lógicas, están fundadas en gran medida en la domesticación, el miedo, la violencia y el abuso. Por esa razón son estructuras y lógicas indignas. Al constatarlo surgen las preguntas: ¿cómo puedo quedarme en mi círculo, en mi comodidad, si la dignidad de otro está siendo ofendida y eso ofende también la mía? ¿cómo puedo no rebelarme en la vida personal y colectiva frente a los modelos hegemónicos que también reproduzco? Las cosas indignas nos indignan. Es desde esta denuncia primigenia que las interpelamos y que queremos gastar la vida en intentar transformarlas. Porque la lucha por la justicia, cuando no disocia medios de fines, es siempre un momento de dignificación y de afirmación de la libertad. e
Si en un país como el nuestro – que se ha jactado siempre de su “igualitarismo” – el 1% de la población concentra entre un cuarto y un tercio de la riqueza y el 10% posee casi dos tercios de la torta, si a su vez cerca de un tercio de la riqueza total es heredada pero quienes producen la riqueza con su trabajo casi no la ven, no hay que indagar demasiado para afirmar que la gran condición para que alguien llegue a acumular lo que ni siquiera podría usar en varias vidas, es haber acumulado (o heredado) antes lo suficiente como para seguir y seguir acumulando más. Lo que luego se presenta perversamente como consecuencia de la meritocracia es en realidad un espiral que produce lujo y exceso para pocos y a la vez miseria y dependencia para muchos, un espiral de abuso estructural.
Pero no se trata sólo de la riqueza. El problema central es de poder, y eso incluye la posesión de riqueza como un factor central pero no empieza ni termina ahí. Los feminismos no dejan de alertarnos sobre las formas más ancestrales y a su vez más naturalizadas de la desigualdad y el abuso: la de varones sobre mujeres, las de la división sexual del trabajo, las del patriarcado como sistema de vida con sus moldes cosificantes y opresivos sobre los vínculos, la sexualidad, la familia. Muchos colectivos nos alertan además respecto del abuso permanente sobre la naturaleza que también es un modo de abuso sobre los otros e incluso sobre generaciones futuras. A su vez los movimientos por la paz, la autodeterminación y los derechos humanos – junto al grito de los muertos, presos y perseguidos en tantos rincones del mundo y de la historia – no cesan de denunciar las diversas expresiones del terrorismo de estado, la violencia del colonialismo, la guerra, el racismo y los apertheid, la brutalidad de la represión y la censura, la arbitrariedad de los autoritarismos y las burocracias que aún a nombre de la igualdad económica fabrican nuevas formas de opresión y explotación en su beneficio.
Las mil formas del abuso estructural no empezaron hoy ni ayer. En nuestro país tampoco. Y convertir este debate, que es un debate sobre el modelo civilizatorio, en una lucha minúscula de divisas o banderías partidarias, es lisa y llanamente un agravio a la inteligencia que lejos de ayudar a la comprensión y la denuncia de las estructuras de dominación, las consolida aún más.
Lo que sí cabe preguntarnos es si el proyecto que propugna cualquier partido o movimiento que pretende incidir en lo público, defiende predominantemente intereses y valores que necesitan y legitiman el abuso, o si opera en un sentido contrario. Las cosas no son lineales y no se trata de una lucha entre buenos y malos, pero hay hechos y datos elocuentes que permiten responder.
¿Qué pasa al respecto en el Uruguay de hoy? Nos hemos referido muchas veces a los actores sociales que sostienen el actual modelo pero esta vez sólo enumeraremos brevemente algunos de sus lineamientos y consecuencias: limitar derechos de protesta, criminalizar la lucha de las y los trabajadores, combatir las concepciones y lenguajes que buscan desnaturalizar las desigualdades de género y la discriminación, utilizar el poder del Estado para estigmatizar colectivos sociales vulnerados, convertir políticas públicas en cadenas clientelares y condenas de dependencia, justificar violaciones a los derechos humanos del pasado o el presente, proponer la concentración de riqueza como pilar del crecimiento y la prosperidad, promover la enajenación de patrimonio público y la mercantilización. No hay que decir mucho más, todos son rasgos propios de un proyecto que consolida el abuso estructural y que por ende desencadena más y más abuso.
Por estas razones es que afirmamos que tanto la proliferación de abusos policiales como la multiplicación de abusos patronales que observamos por estos días no son casualidad, sino consecuencias directas o indirectas de la política pública que se está llevando adelante. “Ajuste y palos” es la consigna que resume la triste realidad que vivimos, donde intervienen diversas formas de violencia institucional y la violencia (más o menos legalizada) que se ejerce por parte de particulares en las relaciones de mercado.
Pero esta construcción se apoya en una especie de consenso pasivo, en un sentido común dominante, que hace pie en las estructuras que denunciábamos más arriba. Quien concentra más riqueza y más poder no se impone solo, sino que su ideología – convertida en “realismo” y ampliamente difundida entre las mayorías – tiende a justificar el uso excesivo de las ventajas, la fuerza, la posición de dominio, la capacidad de acumular y de decidir que ha adquirido, presentándolo incluso como garantía de tranquilidad y orden. En este concepto el orden no se construye a partir de la libertad sino que la libertad es el subproducto de un orden desigual y por ende es más libertad para los de arriba y menos libertad para las y los de abajo.
El modelo político, económico y social que se está implementando hoy en Uruguay no discute el abuso por parte de los “más fuertes” y además lo promueve. Por eso podríamos decir sin caricaturizar que es en sí mismo un modelo abusivo. Para que el modelo “funcione” las víctimas deben ser presentadas como victimarios (“clases peligrosas”, extranjeros “usurpadores”, “raros”, sindicatos “que impiden trabajar”) y los excesos e injusticias que se cometan sobre ellas deberán ser toleradas como efectos colaterales e inevitables. El abuso es material y es simbólico.
La pregunta ineludible para la esperanza es cómo construir alternativas. Y la respuesta, que se encuentra también en la realidad, nos lleva a la disyuntiva del título: el otro camino posible es el de la dignidad, y la otra política posible – la que desafía a los poderosos, la que confronta y combate los abusos – es la de la dignidad. Ese camino de lucha por la dignidad humana es tan sinuoso como largo y antiguo, pero la construcción de un modelo político, social y económico que ponga la dignidad en el centro en el aquí y ahora será siempre un desafío nuevo y sobre todo instituyente.
El encuentro amplio y abierto entre actores sociales, comunidades, movimientos emancipatorios, su confluencia en una búsqueda común, es una clave insustituible en ese proceso. Ese encuentro sucede, se promueve y se articula desde abajo y no tiene garantías de éxito, se enfrenta a su vez a múltiples contradicciones y dificultades, pero a cada paso va siendo signo de denuncia, dejando huella y operando transformaciones concretas en la realidad. Para no obturarlo los miedos, los egos exacerbados y los ánimos de vanguardia deberán correrse a un lado, y las evaluaciones inmediatistas también.
Nuestro desafío postreferéndum es potenciar y generar, a través de múltiples y creativos esfuerzos, las plataformas que nos permitan entablar más diálogos que en la base misma de la sociedad pongan en discusión el modelo abusivo y el sentido común que lo sostiene, que acompañen experiencias populares de resistencia y solidaridad, que forjen instrumentos democráticos de lucha y fortalezcan los existentes, y que acumulen masa crítica y contenidos transformadores que ningún programa de izquierda en el futuro pueda ignorar. El desafío es seguir gestando colectivamente – con mayor determinación y humildad – la otra política, la de la dignidad, para que sea la de todas y todos los que no queremos el abuso, no la de una mitad.